“Si quieren ayuda, que la pidan”: el trágico final del Estado de las Autonomías
Pedro Sánchez es sólo la funesta consecuencia de un modelo que lleva agotado desde al menos 2017, y que hoy se encuentra en sus “minutos de la basura”, semihundidos en el fango varios de sus pilares.
“Si quieren ayuda, que la pidan”. La frase la pronunció, en una comparecencia oficial, el presidente del gobierno de España. No fue fruto de la improvisación, ni tampoco un lapsus nervioso ante la gravedad de la situación. Fue la expresión práctica de un inmoral cálculo político: ante una encrucijada terrorífica, quien tendría la potestad, y la obligación ética, de poner todos los medios del estado a trabajar en una misma dirección prefirió escudarse en el Estado Autonómico para escurrir el bulto y achicharrar a un rival político – el pusilánime Carlos Mazón, presidente de la Generalidad Valenciana.
Quejarse del escaso nivel de la llamada “clase política” se convirtió hace ya mucho en un lugar común. No obliga a tomar partido. Tampoco a ofrecer soluciones. Se trata de una afirmación tópica que nadie discute, y que sirve para situarse a uno mismo, y al común de la ciudadanía, por encima de una casta sobrevenida, la política, que nada tendría que ver con el sufrido pueblo español. Sucede, sin embargo, en bretes tan diabólicos como el actual, que la mediocridad de esa clase política deja entrever sus causas sistémicas.
En España, el estado se ha convertido en una entidad residual. No es capaz de proteger las vidas de los ciudadanos; tampoco reacciona de forma coordinada ante una catástrofe extrema, sí, pero también previsible. Las diferentes administraciones se escudan en un reparto de poder que penaliza al que toma decisiones y beneficia al que, en lugar de ponerse manos a la obra, ocupa su tiempo en modular el relato mientras otros se ahogan.
El Estado de las Autonomías mostró ya toda su monstruosa disfuncionalidad durante la gestión de la crisis del Covid 19. Vivimos en un país sin historiales médicos compartidos, y en el que los bomberos o policías de otra comunidad autónoma son, a efectos prácticos, igual de extranjeros que los de Francia o Portugal. Tenemos, eso sí, diecisiete parlamentos, con sus diecisiete presidentes y sus diecisiete gabinetes, con competencias no sólo solapadas sino también obstructivas entre sí. La “lógica política” de nuestro sistema penaliza la colaboración, la unidad, la lealtad y los acuerdos, mientras incentiva el estéril reparto de culpas, la goyesca lucha a garrotazos.
El Estado Autonómico ha devenido en el cauce último del ancestral cainismo patrio: “si quieren ayuda, que la pidan”, dijo, con rostro pétreo y sin asomo de empatía, quien debería haber sido garante de que esta crisis se combatiera, desde el primer minuto, con todos los medios de los que dispone el estado, que no son pocos. La frase será, sin duda, su oprobioso epitafio político, pero Pedro Sánchez es sólo la funesta consecuencia de un modelo que lleva agotado desde al menos 2017, y que hoy se encuentra en sus “minutos de la basura”, semihundidos varios de sus pilares en el fango de un descrédito ya irreversible.
Con un sistema de partidos que prima la obedencia al líder antes que la rendición de cuentas a la ciudadanía por la propia gestión, y con una constante dinámica disgregadora, España se ha ido convirtiendo en una nación sin estado, en un compendio de artificiosos hechos diferenciales. En ese marco, los perfiles de liderazgo han ido degenerando de manera natural en favor de taimados, bellacos y rufianes. De diputados que no están ni para gestionar, ni “para ir a Valencia a achicar agua” (Aina Vidal, portavoz de Sumar) sino para colonizar los otros poderes del estado y colgar inanidades en Instagram.
La historia de España nos enseña que en nuestro país no hay bien, ni mal, que cien años dure. Tampoco cincuenta. El sistema autonómico del 78 es ya un barco a la deriva, y la Dana de Valencia lo arrastrará hasta su colapso definitivo. Cuando el poder sólo sirve a quienes lo ostentan y no a quienes lo sustentan, que son los ciudadanos, el final es inevitable. Y aunque hoy sea difícil encontrar motivos para el optimismo, sin nadie al timón, todos hemos entendido, alto y claro, que ha llegado el momento de ayudarnos a nosotros mismos.
Carlos Conde Solares es Presidente del Consejo Nacional de Izquierda Española
¡Y qué solos estamos!