La revolución, el BOE y los disfraces
La diferencia entre cambiar el mundo y declarar que ha cambiado es importante.
Hubo un día en que el PSOE descubrió que “la revolución se hace con el BOE”, el palabras de Ramón Rubial, y con ello aprendió a aceptar la democracia. Quizá fue el último socialismo europeo en descubrirlo, pero eso no le quita mérito.
Lo malo (o lo bueno) es que se equivocaba. La legislación no modifica la sociedad: pone un marco para que la administración la cambie. Las calles no se pintan de verde porque se legisle, sino porque, en base a esa legislación, se dotan los presupuestos, crean las organizaciones, contratan a los proveedores, organizan los trabajos, y cubren las calles de pintura. El BOE no cambia la sociedad mágicamente, sólo pone en marcha el trabajo.
La socialdemocracia clásica lo entendió muy bien, y acompañó esas declaraciones revolucionarias en el BOE con partidas presupuestarias, departamentos ministeriales, reglamentos, subvenciones, campañas de comunicación, sanciones, y todo el aparato necesario para usar el Estado como herramienta revolucionaria. Y así (y con la colaboración de la democracia cristiana, no lo olvidemos) se creó el Estado del Bienestar extenso y eficaz que define la personalidad política europea.
Por supuesto, ninguna historia acaba bien si la sigues hasta el final. En este caso hay dos problemas.
Si unimos una maquinaria de modificar la realidad desbocada, con la creencia de que es posible hacerlo simplemente legislando un cambio del significado de las palabras, tenemos el mayor autoengaño que se ha visto desde la época del emperador nudista.
El primero es la famosa ley de Weber de que “la burocracia crece para cubrir las necesidades crecientes de la burocracia”. Una vez puesto en marcha un organismo público y dotado de fondos y fines, estos quedan desligados de la política y el consenso social a menos que los partidos se esfuercen en domesticarlos. Y en Europa, como en EEUU, esos organismos estatales y paraestatales llevan décadas funcionando por libre, definiendo una “corrección política” impuesta por la potencia de la administración, y cada vez más lejana del consenso social.
De hecho, la cadena de transmisión ha cambiado de dirección. En lugar de ser los políticos los que determinan los valores defendidos por la administración, son los ideólogos radicalizados que han colonizado la administración los que alimentan opciones políticas acordes con su ideología. Lo que parece normal dentro de la burbuja de esas administraciones (y claustros universitarios) no lo es para la sociedad, algo que éstas se esfuerzan en cambiar.
El segundo es el voluntarismo terminal. Una vez que hemos adoptado la fe en el poder de la declaración sobre la realidad, de la voluntad sobre los hechos, entramos en terrenos que desafían a la imaginación. El origen de esta creencia parte, aparentemente, de los filólogos que consiguieron convencerse de que el idioma determina el pensamiento: si pensamos de un modo, somos de un modo. Si usamos lenguaje inclusivo, somos inclusivos. Si nos declaramos mujer, lo somos. El mapa determina la realidad, porque la ley lo dice.
No hace falta resaltar que eso es falso, y una mujer no deja de tener doble cromosoma X porque decida llamarse otra cosa, ni un pueblo pasa a tener herencia vasca porque le demos un nombre oficial inventado (pero sonoro) en ese idioma. La república no existe porque alguien la proclame, ni el reino de Cataluña emerge de la Historia porque se dibuje en un mapa escolar.
Si unimos una maquinaria de modificar la realidad desbocada, con la creencia de que es posible hacerlo simplemente legislando un cambio del significado de las palabras, tenemos el mayor autoengaño que se ha visto desde la época del emperador nudista. Un autoengaño que aspira a ser obligatorio, a forzar a los que ven la desnudez del emperador a actuar como si fuera vestido. A negar la realidad cuando choca con los dogmas proclamados por la nueva corrección política.
Aunque hay que partir (y terminar) reconociendo las buenas intenciones originales de los que pilotan la alfombra mágica, al final es inevitable darse cuenta de que la alfombra sigue parada en el suelo, el emperador sigue desnudo, y nos estamos gastando la herencia en proyectar una imagen de la realidad y de nosotros mismos que no es más que eso: una imagen. Un autoengaño que sustituye la solución de los problemas por la fabricación de etiquetas y la obligación de creérselas.
Y esa obligación (creada con el aparato del Estado) tiene consecuencias, tan diferentes de lo deseado como distante está la norma de la realidad.
En días en los que EEUU actúa como si la historia reciente fuera opinable, y España como si la reparación de semáforos fuera gasto militar y la inmigración ilegal una bendición, conviene pararse a pensar un poco sobre las consecuencias de confundir deseos con realidades, y normas con cambios.
Imagen de Braydon Anderson vía Unsplash.