La lámpara de Diógenes (X). Las fachadas de Hamburgo
El comercio como fuente de orden y civilización, además de prosperidad, ha dejado marca visible.
Perderse por las calles de Hamburgo es sentir el mar. Es navegar por ese aire de familia común de ciudades como Cádiz, Marsella, Génova, Venecia, Estambul o Ámsterdam, entre otras muchas, en las que el mar forma parte de la historia y las calles parte de la historia del mar.
En su deambular por ellas, quien contemple en tan sofisticados espejos el poder del comercio no dejará de sentirse sobresaltado por descargas de dogmas o prejuicios ambivalentes que, como notas de una música ambigua, traspasan al principio la piel de su emoción.
¡No a la Europa de los mercaderes! He ahí la ejemplar consigna tantas veces repetida por la extrema derecha y la extrema izquierda europeas, que ahora resuena en mis oídos: la de quienes tan buen oficio y beneficio sacan de las ventajas de su existencia en tanto que da sentido a la suya; ¿adónde irían, no ya si no hubiese enemigo, sino si el enemigo careciese de perfiles definidos? ¡Voilà uno de esos modos elegantes de lucrarse del mal! Son esos buhoneros invertidos, que tanta melancolía despiertan de los de verdad, y que al tratar de comerciantes parecen haber detenido su conocimiento en un egregio adagio de Quevedo: “conciencia en mercader es como virgo en cantonera, que se vende sin haberle”.
Naturalmente, hay una cierta dosis de certeza en esa máxima y en esa creencia, el clavo ardiendo al que se fija el fideísmo maximalista, y que un Hobbes pusiera abruptamente sobre el tapete cuando, luego de haber afirmado la libertad de compraventa del individuo, niega la validez de dicho principio para el comercio exterior convencido como estaba de que con tal de obtener beneficios personales el comerciante vendería incluso a su país. Y no andaba falto de razón este perseguido del miedo cuando se pone nombre y apellidos a muchos de los que sin empacho alguno venden armas a los a veces calificados sin más como hijos del mal, y ello con independencia de que los gobiernos de su propio país formen parte o no de alguna de esas pacifistas troikas que como liebres furtivas saltan por el campo de la política internacional, tan eficaces ellas, se sabe, a la hora de meterlos en cintura sin refugiarse en la sombra armada de una gran potencia.
Empero, quizá el comercio haya sido algo más que la conciencia de determinada categoría social a la deriva (moral) en cuanto únicamente incentivada por la búsqueda de beneficios. Aunque sólo fuera porque el ser humano es constitutivamente un aprendiz de brujo, esa sola acción produciría efectos más señeros que el de aumentar o disminuir el patrimonio de sus voraces hienas; y aunque sólo fuera porque las flores del mal se cultivan también en el jardín del bien, y al revés, tales efectos se harían aún más variopintos. Pero es que, históricamente, los mercaderes, en asuntos de conciencia, además de vender la suya, se han dedicado también a socavar la dominante en ciertas comunidades, introduciendo nuevos gustos, opiniones, valores y fines que trastocaban el orden social antiguo, al que asimismo alteraron inyectando en él individuos nuevos, agrupados o no en categorías varias, y con ellos nuevos sujetos en las esferas del poder. Las democracias, en términos generales, y sobre todo en el mundo antiguo, les deben mucho más que las tiranías, si bien su contribución a éstas, especialmente en tiempos recentísimos –y englobados ya en una categoría social aún más amplia, la burguesía–, crea una obligación más de controlar el quehacer de sus miembros y hace saltar las alarmas ante su usufructo del término libertad.
En las calles de Hamburgo, lo que el comercio ha cincelado en sus fachadas es desde luego este otro mundo, más colorista e integrador, más revolucionario y sensual, que también conforma su patrimonio. El mundo que a través de sus productos ha puesto en contacto culturas, pueblos a través de sus individuos. El que impidió la formación de Estados comerciales cerrados, como en su ciega comezón nacionalista pretendía Fichte, el que hizo que gran parte del mundo lo disfrutara cotidianamente el ateniense, al decir de Pericles: el mismo que empezó relacionando a gentes a través de sus productos y ahora relaciona a esas mismas gentes, aquí y por doquier en occidente, desplazadas a la primera ciudad portuaria alemana por necesidad o conveniencia, y que, no sin tribulaciones o incluso enfrentamientos brutales, empezaron a gestar sociedades cosmopolitas, hoy en franco deterioro, que en cierto sentido difuminan las condiciones que la geografía, la tradición y la variedad cultural ponen a la constitución de las diversas sociedades.
Es ese heterogéneo fresco histórico y social el que percibimos en el abigarrado tapiz de las fachadas de Hamburgo al pasear por sus calles. Muchas de ellas son una inacabada sinfonía de partituras coloristas y polimórficas, en las que la riqueza plasma sus imaginaciones y fija sus estratos, eligiendo el tejido urbano como escaparate de su magnitud sociológica. Algunas, particularmente magnificentes, son el vehículo por el que un linaje llena de belleza un ángulo de la ciudad al tiempo que difunde su orgullo por toda ella; otras, con menos reclamo ornamental, compiten estéticamente con ellas aunque no en oropeles, demostrando que lo barroco no tiene por qué ser el estilo de la vanidad.
Ni siquiera la imaginación es capaz de narrar la morfología de las fachadas. Hay algunas que se retranquean, y variantes con un arco gótico enfatizando la entrada, o a veces con arcos del mismo color como grandes cejas sobre las ventanas; esos ojos vivos de mirada a la par patriarcal y retraída, que lanzan su llama sobre el conjunto de la ciudad como un nuevo Calcante conocedor de su pasado, su presente y su futuro, y que parpadean luz cuando el sol recorre su piel y agua cuando caracolea entre los recovecos de sus ornamentos. Hay fachadas divididas por grandes ventanales que aspiran a ser balcones, y que dan al edificio el aire de reproducir el antiguo régimen en una casa burguesa, al igual que, ocasionalmente, elementos decorativos de raíz religiosa han trasladado sin más su residencia a las fachadas de edificios civiles o privados. Hay fachadas que han transferido al ámbito privado muchos de los elementos antaño constitutivos de los órdenes arquitectónicos clásicos: frontones, ovas, frisos, pequeños entablamentos, etc. Es el gusto privado que, una vez más, como en Praga, ha liberado a los elementos singulares de su adscripción a un único estilo; a los diversos estilos de su vinculación a un único ámbito, civil o religioso, o a una determinada época: es el gusto privado que, al alba de la segunda modernidad, ha jugado con la historia (y, al jugar, ha vuelto a crear artísticamente a Europa antes de rehacerla políticamente).
Pero también el gusto público ha operado ocasionalmente de forma similar. Y no podía ser menos, dado que eran esos mismos individuos los que gobernaban la ciudad, sea desde el Concejo o desde los diversos “colegios burgueses” no raramente adversos a él por sus intereses, aunque no necesariamente por sus métodos, por cuanto, a partir del siglo XVIII especialmente, al hallarse uno y otros casi copados por juristas, éstos distribuyeron sobre la política de la ciudad aquel espíritu ordenado y racional que Tocqueville encontrará en América, con el que los comerciantes/políticos plasmaran en la política la forma mentis mediante la cual intentaron ordenar y racionalizar el mundo del comercio, de la empresa y de la economía en general a fin de introducir unas garantías mínimas de certeza en medio de dispares zozobras, desde la estrictamente física de la navegación marítima a la social de los conflictos de intereses.
El Rathaus o Ayuntamiento quizá constituya la representación urbanística de lo antedicho, es decir, del gobierno de comerciantes propio de la ciudad hanseática tanto como del predominio de lo civil sobre lo religioso característico de la desacralización pública y privada de elementos decorativos antaño característicamente sacros. Una superioridad que acaba traduciéndose, me atrevo a pensar, en una especie de auto-culto que los gobernantes/comerciantes se rinden a sí mismos por medio del citado edificio. Y de dos maneras, además.
La primera proviene del barroquismo decorativo –extensivo en el exterior a algunas iglesias, lo que lo hace aún más significativo, pues se trata de un elemento católico incluido en una cultura protestante, de un elemento en el que lo estético atrae más la atención que lo piadoso en una cosmovisión en la que lo piadoso ha hecho caso omiso, por principio, del soporte estético–, que lo convierte en el edificio más poderoso de la ciudad, por delante de la propia catedral: en el más atractivo, en el dotado con más puntos de interés, de centros secundarios, que ningún otro. Pero la expresividad arquitectónica del culto con el que el poder civil se considera supremo frente al poder religioso se acentúa porque la torre del ayuntamiento es la de las catedrales –y otras iglesias–, sus paños se coronan como ellas con frontones triangulares, y hasta la aguja central, aquí toda una estructura decorativa, es también la que unifica con un tejado único las caras de las diversas torres.
La segunda la debe a su dimensión urbana, que remacha la arquitectónica anterior. En la ciudad mexicana de Guadalajara, un único y mismo edificio conforma, en cada una de sus caras, el lateral de una plaza, constituyendo por tanto el costado de cuatro plazas; por ello mismo, tomado en su integridad, es el centro de una única plaza de la que cada una de las plazas anteriores supone un cuarto de la plaza general. Ese edificio es la catedral, y esa posición central permite calibrar su simbolismo en el conjunto de la ciudad. Pues bien, algo muy similar acaece en Hamburgo –o Bremen–, sólo que, aquí, el edificio en cuestión es el mentado Rathaus, y su significado simbólico resalta con idéntica claridad a la de allí.
Es esa doble faceta, estética y humanista, la que de manera constante se vuelve presente al recorrer el mar de fachadas con las que los diversos mares, desde el Báltico al Mediterráneo, pasando por el océano Atlántico, han hecho de Hamburgo una de las ciudades predilectas de su biografía, uno de los puertos en los que su geografía, luego de navegar por la gloria, ha modelado con una costilla del tiempo su conversión en historia.
Foto de Tim Hüfner vía Unsplash.