Al principio los hombres hacen las instituciones; después, las instituciones hacen a los hombres
(Montesquieu).
Nec minor est virtus, quam quaerere, parta tueri: Casus inest illic; hoc erit artis opus (1)
(Ovidio).
Para José Javier Olivas Osuna, que en su defensa de la democracia en España perpetúa a Montesquieu al continuarlo por otras vías.
[“¡Montesquieu ha muerto!”, sentenció, olvidando a Salustio, el ahora compungido Alfonso Guerra siendo vicepresidente del Gobierno, contribuyendo así a realizar la profecía. Hoy, cuando, sin requerir auxilio de terceros totalitarios, las democracias extraen de su costilla putrefacta la gangrena que expedirá un día al parecer no tan lejano su certificado de defunción, conviene volver a las ideas del profeta a fin de medir el calado de la antedicha sentencia y, frente a sus premonitorias palabras, asumir que los ciudadanos debemos optar entre vegetar en nuestras jaulas más o menos doradas o arriesgarnos al desafío de preservar la libertad como forma de defender nuestra dignidad y nuestro futuro. Porque no hay consuelo en comprobar que la tumba es lo suficientemente amplia como para acoger en ella también a los sepultureros.
He traído aquí un resumen del itinerario de Montesquieu por la política, en el que mi labor ha sido sólo seleccionar (y traducir) dentro de una selección ya establecida por el profesor de la Universidad de Bolonia Domenico Felice, maestro en Montesquieu y tantos más, desde el propio Salustio a Voltaire, a quien deseo rendir aquí homenaje a su extraordinaria labor de profesor y ciudadano; homenaje que extiendo al por tanto tiempo colaborador suyo, el infatigable Piero Venturelli, a quien el destino pugnó por rendir justicia a sus méritos sin conseguirlo. Ojalá el resumen mínimo que sigue del legado del Barón de la Brède sepa advertir contra la jactancia de los agoreros que se ufanan de cantar su entierro, ficticiamente ajenos al hecho de que la muerte anunciada por el grave repique de las campanas es la de la democracia].
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Quienes nutren proyectos ambiciosos se las arreglan para crear una suerte de anarquía en el Estado. En su época, Pompeyo, Craso y César admiraron con sus logros: establecieron la impunidad para todos los delitos públicos; abolieron cuanto podía detener la corrupción de las costumbres, que una buena administración podía poner en práctica; y tal cual los buenos legisladores aspiran a hacer mejores a sus conciudadanos, aquéllos se las ingeniaron para volverlos peores, introduciendo el hábito de corromper al pueblo con dinero; cuando se les acusaba de manipuladores, corrompían incluso a los jueces, cometiendo fraudes electores mediante violencias de todo tipo; y cuando se les defería a la justicia amenazaban a los propios jueces (2).
Ningún poder ilimitado puede ser legítimo, porque no puede haber tenido un origen legítimo.
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Es una experiencia eterna que todo hombre que detente el poder propenda a su abuso hasta que encuentre límites. ¡Quién lo diría: la propia virtud necesita límites!
A fin de evitar el abuso del poder es menester que el poder frene el poder.
Las leyes deben mortificar, ahora y siempre, el orgullo del dominio.
Finalmente, la República romana antigua fue aplastada; no cabe acusar de ello a la ambición de determinados particulares, sino que menester es acusar al hombre, tanto más ávido de poder cuanto más tiene, y que lo desea todo porque ya posee mucho.
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El espíritu del legislador debe estar marcado para la moderación. El bien político, como el bien moral, se halla siempre entre los dos extremos.
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Aparentemente, la naturaleza humana debería rebelarse sin tregua contra el gobierno despótico. Empero, a pesar del amor de los hombres por la libertad, a pesar de su odio contra la violencia, la mayor parte de los pueblos se le somete.
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La naturaleza del Estado despótico es la de concentrar en una sola persona todos los poderes fundamentales del Estado.
Así como el miedo es el resorte del gobierno despótico, su fin es la tranquilidad. Que no es propiamente paz, sino ese silencio de las ciudades que precede a su ocupación por el enemigo.
En los Estados despóticos la religión influye más que en otras partes: es un miedo que se añade a otro miedo.
El miedo abate todo valor y extingue todo sentimiento de ambición.
Los déspotas se burlan de la naturaleza humana. El poder ilimitado se burla de todo.
El despotismo es tan terrible que se revuelve contra quienes lo ejercen.
Nadie es tirano sin ser simultáneamente un esclavo.
La dureza del despotismo puede incluso destruir los sentimientos naturales mediante los sentimientos naturales mismos. Eso acaece cuando se llega al punto de inducir a las mujeres a abortar para no traer al mundo hijos destinados a vivir bajo gobierno semejante.
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Un gobierno absoluto ejerce su poder incluso sobre las mentes de sus súbditos: los induce a pensar como él quiere.
Existen dos especies de tiranía, una real, que consiste en la violencia del gobierno; otra de opinión, que se advierte cuando los gobernantes adoptan decisiones que violan el modo de pensar de una nación.
No hay tiranía más cruel que la ejercida a la sombra de las leyes y con los colores de la justicia; cuando, por decir así, un desventurado se ahoga en la misma tabla en la que se había salvado.
La tiranía es siempre lenta y débil en sus comienzos, en tanto en su vértice es rauda e incisiva; al principio no muestra más que una mano que socorre, para oprimir más tarde con una infinidad de brazos.
Augusto (he ahí el nombre dado por la adulación a Octavio) restableció el orden, esto es, una servidumbre duradera; en un Estado libre, en efecto, en el que se acaba de usurpar la soberanía, orden se denomina a cuanto puede fundar la ilimitada autoridad de uno solo. Se llama, en cambio, desorden, disenso, mal gobierno, cuanto se halla en grado de mantener la honesta libertad de los ciudadanos.
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Cuando alguien desea transformar su poder en un poder absoluto, en lo primero que siempre piensa es en simplificar las leyes.
Un hombre que aspira a la soberanía busca, más que lo útil al Estado, lo que favorece su causa.
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La política es una lima sorda que va royendo y que llega sin ruido a su fin.
Un gobierno libre se halla en fermentación permanente, y es incapaz de preservarse cuando no se corrige por medio de sus leyes.
El gobierno republicano de la antigua Roma fue admirable porque, desde su nacimiento, su constitución era tal –merced al espíritu del pueblo, la fuerza del senado y la autoridad de ciertos magistrados– que pudo enmendarse cualquier abuso de poder.
Por lo general, los autores atribuyen a las escisiones internas la causa de la ruina de la Roma antigua; se les escapa que dichas escisiones eran en cambio necesarias, que habían existido siempre y por siempre deberían mantenerse. Fue la grandeza de la república la sola causa que produjo el mal y mutó los tumultos populares en guerras civiles (…). Vale como regla universal que cuando la tranquilidad reine por doquier en un Estado que se arrogue el nombre de república, se puede estar seguros de que la libertad no existe (3).
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La ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la Tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser sino los casos particulares a los que dicha razón humana se aplica.
Las leyes pueden convertir a los hombres en bestias y a las bestias en hombres.
Al igual que las leyes inútiles debilitan las leyes necesarias, las que pueden ser violadas debilitan la legislación.
Menester es obrar de modo que las leyes no se conciban yendo contra la naturaleza de las cosas.
En una república que hace cumplir las leyes se percibe que el Gobierno mismo se halla sometido a ellas y soporta su peso.
Cuando en un Estado popular dejan de cumplirse las leyes, al ser la corrupción de la república la sola causa, el Estado está perdido.
Existen dos clases de corrupción: uno, cuando el pueblo no observa las leyes; el otro, cuando está corrompido por las leyes: mal incurable, porque tiene sus raíces en el propio remedio.
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Puesto que en democracia el pueblo parece hacer lo que quiere, se ha puesto la libertad en este tipo de gobierno; pero así se ha confundido el poder del pueblo con la libertad del pueblo.
La libertad filosófica consiste en el ejercicio de la propia voluntad, o al menos… en la convicción que se tiene de ejercer la propia voluntad. La libertad política consiste en la seguridad, o al menos en la convicción que se tiene de la propia seguridad. Para que esa libertad exista es menester organizar el gobierno de modo que se impida a un ciudadano temer a otro ciudadano.
Cuando el poder legislativo se halla unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura no hay libertad; y es que existe el temor de que el mismo monarca o el mismo senado hagan leyes tiránicas que ejerzan tiránicamente.
No hay libertad si el poder judicial no está separado el poder legislativo y del ejecutivo. De estar unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, puesto que el juez sería al mismo tiempo legislador. Si unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor.
La obra maestra de la legislación consiste en saber situar bien el poder judicial.
La libertad de un ciudadano es parte de la libertad pública. En el Estado democrático, tal cualidad es, cierto, parte de la soberanía.
La libertad consiste principalmente en no estar constreñidos a cumplir una acción que la ley no ordena, condición ésa en la que se está sólo al estar gobernados por leyes civiles: somos, pues, libres porque vivimos bajo leyes civiles.
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La fuente más venenosa del Imperio Bizantino fue el no haber sabido comprender la naturaleza y los límites del poder eclesiástico y del secular, lo que lleva a una y otra partes a caer en continuos errores.
Distinción semejante, la base en que se apoya la tranquilidad de los pueblos, se funda no sólo en la religión, sino asimismo en la razón y en la naturaleza, las cuales exigen que cosas realmente separadas, y que no pueden subsistir sino separadas, nunca sean confundidas.
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Cuanto el cielo dista de la Tierra, tanto el verdadero espíritu de igualdad lo está del de igualdad extrema. El primero para nada consiste en hacer de modo que todos manden y que a ninguno se mande, sino en obedecer y mandar a los iguales. Dicha igualdad en absoluto propende a abolir a los jefes, sino a tener por jefes sólo a los iguales.
Los hombres son todos iguales tanto en el gobierno republicano como en el despótico: en aquél, por ser todo; en éste, por no ser nada.
En una república, la virtud es el amor a la patria, esto es, el amor a la igualdad. No se trata de una virtud moral ni cristiana, sino política, y es el resorte que mueve el gobierno republicano.
En una democracia [directa], el amor a la república no es más que amor a la democracia, y éste, amor a la igualdad, que es a su vez amor a la frugalidad.
En los gobiernos despóticos, en los que uno se siente impelido a actuar en aras de las comodidades de la vida, el déspota sólo puede dar dinero como recompensa. Pero en las repúblicas, donde reina la virtud, móvil autosuficiente que excluye a los demás, el Estado premia sólo con el reconocimiento de la misma.
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Las formalidades de la justicia son necesarias a la libertad.
En el gobierno republicano está en la propia naturaleza de la constitución que los jueces sigan la letra de la ley. No es lícito interpretar una ley como lesiva para ningún ciudadano en lo relativo a sus bienes, su vida o su honor.
Los jueces son sólo la boca que pronuncia las palabras de la ley: seres inanimados que no pueden moderar ni su fuerza ni su severidad.
Cuando el juez presupone, las sentencias devienen arbitrarias; cuando, por el contrario, lo hace la ley, da al juez una regla fija.
La severidad de las penas se aviene mejor al gobierno despótico, cuyo principio es el terror, que a la monarquía o la república, cuyos resortes [respectivos] son el honor y la virtud.
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De dos partidos, el de quienes no siguen la corriente suele ser el mejor.
Hay algo que debería hacer temblar a todos los ministros en la mayor parte de los Estados europeos: la facilidad para sustituirlos.
Los ministros obran siempre contra la libertad: odian las leyes porque obstaculizan todas sus pasiones.
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Antes que ver tantas instituciones destinadas a mantenerlos, preferiría de lejos que en un Estado no hubiera pobres.
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Un príncipe privado de moral es siempre un monstruo.
La esclavitud comienza siempre en el sueño.
(1) “No hay menor virtud en conservar las cosas que en componerlas; aquí cabe el azar, aquello es obra del arte” (Ovidio, Arte de amar, L. II. [Nota mía]).
(2) “Los Estados arruinados, con toda la situación ya en bancarrota, suelen tener estos epílogo desastrosos: los condenados son rehabilitados en todos sus derechos, los prisioneros son soltados, se hace volver a los exiliados, se invalidan los hechos juzgados. Cuando esto sucede, no hay nadie que no comprenda que aquel Estado se derrumba; cuando esto acontece, nadie hay que piense que queda alguna esperanza de salvación” (Cicerón, Verrinas, 2ª sesión, Discurso V [Nota mía]).
(3) “Afirmo que quienes maldicen los tumultos entre los nobles y la plebe no hacen sino reprobar aquello que fue causa primera del mantenimiento de la libertad en Roma y dan más valor a los rumores y gritos nacidos de ellos que a los buenos efectos que generaban” (Maquiavelo, Discorsi sulla prima deca di Tito Livio, livro I, cap. 4. [Nota mía]).
Imagen: retrato de Charles de Montesquieu por Jacques-Antoine Dassier (fragmento).