Es posible que la contemplación de las tragedias provocara, como escribiera Aristóteles, una catarsis colectiva entre los espectadores, pero para el lector moderno significa sobre todo inyectarse una buena dosis de cordura con la que hacer frente a cierta inocencia o a la inercia y demás venenos, saludables o no, de lo rutinario. Y eso, me parece, ocurre incluso con la más desazonadora de todas, la que mayor desasosiego produce inicialmente en el alma de quien desprevenidamente se acerca a ella por primera vez o sin saber de lo que va, porque una madre que deliberadamente sacrifica a sus hijos no sólo viola las leyes de la naturaleza en el corazón, no sólo inmola el amor en su propio altar, sino que regala algún festín extra en el mundo de la razón.
Y, sin embargo, quizá quepa considerarla de otra manera. Porque, a fin de cuentas, el desencadenante trágico no es más que un –otro más– mero mal de amores. Es verdad, como sabía Aristóteles, que incluso “minucias” así, cuando afectan a los poderosos, y Medea lo era, ejercen una influencia acorde a quien la sufre, y por ello las incluía entre las posibles causas de esa tragedia social que es la anarquía. Pero qué grandeza le cabe si parangonada con esos lazos de sangre convertidos por Antígona en una pasión trascendente que le lleva a anteponer la ley natural a la ley de la polis, y a desobedecer ésta aun a costa de su propia vida. O con la crueldad de los dioses, que fuerzan a Edipo a recorrer involuntariamente el camino que el destino había previsto para él, y del que ni su integridad ni su piedad le salvan del castigo al que de antemano le había condenado una superior voluntad desconocida.
Y si del motivo trágico pasamos al desarrollo y el desenlace, la diferencia no es menor. ¿Qué hay en Medea de ese ciclo trágico presente en la entera Orestea, salvo en su sorprendente final en el que se legitima la creación del Areópago y se encomia a la ciudad de Atenea, desde que Agamenón comprara la victoria en Troya con el sacrificio de su hija Ifigenia? Es una eterna procesión de crímenes y castigos lo que allí tiene lugar, en los que no cabe a ninguna voluntad interrumpir la marcha de la necesidad; en Medea, por el contrario, bajo la divisa de los nombres legendarios y de personajes de abolengo se esconden seres reales, contradictorios en la percepción de sí mismos, como la propia Medea, o inconscientes del auto–engaño en el que caen, como Jasón; seres que construyen por sí mismos su destino, del que, como es el caso de la heroína, aunque intuye con claridad su final desde que su marido la dejara por otra, no tiene claros los pasos por los que llegará hasta él.
De hecho, comienza invocando su propia muerte en cuanto momento liberador, para, acto seguido, sin renunciar a su deseo inicial, anteponer a su cumplimiento la muerte de los causantes de su desdicha, y decidir entonces, obtenidas ya de Egeo, rey de Atenas, garantías de seguridad personal, que será ella misma quien ejecutará su sentencia. Y es después, pronunciado ya ese espeluznante “Bien. Ya están muertos” antes de estarlo realmente, es decir, cuando decidió matar personalmente a los amantes y, contando con la protección de Egeo, cuando también decide cometer infanticidio, un reflejo gratuito de letal perversidad, innecesario para la acción, que denuncia una racionalidad rayana en la locura.
En Medea, por tanto, y a diferencia de otras muchas tragedias, el destino no estaba plenamente prescrito de antemano, y hasta quizá quepa decir que ni siquiera estaba escrito, pues en el primer diálogo de la heroína con Jasón ella pone el acento de la queja en el hecho de que su exmarido hubiera obrado a espaldas de la esposa legítima y no contando con ella, por lo que parece entreabrirse un espacio de reconciliación que, aun cuando no alterase los datos actuales de la situación, sí llegara a prevenir algunas de sus más graves consecuencias; y aun cabe hipotizar que en el segundo, que en puridad no es un diálogo –el plan oculto de Medea ha roto la igualdad inherente a dicha forma de comunicación–, una palabra amable del traidor lamentando el hecho quizá hubiera alterado el curso trágico de la historia. Empero, ésta no tiene lugar y la ira de Medea, una de esas pasiones–destino que de ordinario son profecías de sí mismas, explota sin diques que la contengan. Ahí aboca en suma un lance amoroso más, razón por la cual vale la pena intentar comprender por qué un hecho tan banal concluye en tragedia.
No habría surgido ningún conflicto trágico sin la coexistencia de series diversas de hechos, valores y creencias que fluyen por vías paralelas y que de pronto hallaron un punto de convergencia en la conciencia de Medea haciendo saltar la chispa trágica; el desencadenante, sin duda, es el abandono de la esposa por el marido. Pero la rabia que en aquélla desata no habría mordido a la sociedad sin los agravantes que inocularon la ponzoña en la misma metamorfoseándola en furor. Por parte de Jasón, una actitud condescendiente y pragmática de la que confía obtener beneficios materiales para su antigua esposa y sus hijos, y con la que espera restañar la herida causada, pero que Medea interpreta como echar sal a la herida; y también, según dije antes, el hecho de haber contraído segundas nupcias a espaldas de la esposa legítima con la hija del rey local, Creonte. Por parte de éste, su actitud autoritaria, que le lleva a dictar una condena preventiva contra Medea porque conoce de antemano la mala fama que precede a la hechicera y el consiguiente peligro que representa; su posición de poder le capacita para inmiscuirse en las vidas ajenas y su prepotencia para destruirlas, pero en su ingenuidad afirma no ser tirano en cuanto no carece de piedad (elemento éste, por cierto, decisivo en el desenlace final).
Pero la dote aportada por Medea a la tragedia es la mayor de todas; prescindo aquí de la instrumentalización llevada a cabo de la inferioridad de la mujer frente al hombre en la sociedad a fin de destacar una idea que se apoya en una creencia dotada de gran poder destructor, incluida la destrucción del creyente; de hecho, ya vimos cómo la primera víctima potencial de su furor era su propia vida, si bien cambió a tiempo de desahogarse sin aplacarse en otras ajenas. En la bacanal de reproches que dirige a Jasón los hay de diversa naturaleza y alcance; sistematizándolos mínimamente, encontramos el que la dejara abandonada habiéndole dado hijos; desamparada por no tener un refugio al que acudir –reproche infundado, pues Jasón ya había provisto al respecto– y, en fin, vejada por haber faltado a los juramentos, y con ello a sus dioses protectores, con los que se habían declarado amor eterno. La creencia subyacente a esa acerba crítica al comportamiento del exmarido es que el amor es un objeto con el que se pueda a fin de cuentas mercadear moralmente, es decir, que al corazón se le pueda atar con cualquier tipo de pactos, promesas o frutos nacidos de la vida en común.
Hay otra cadena de reproches que enlazan con la anterior y explicitan aún más la creencia. Para Medea, Jasón es ingrato e indigno, porque ha olvidado lo mucho que ella hizo por él, ayudándolo en su empresa y hasta salvándole la vida, aun si para ello tuvo que elegir entre la sagrada doble lealtad, a la patria y a la familia, y el amor a un desconocido: y no dudó en elegir lo segundo, aun si para ello, además, hubo de matar a su hermano y valerse de un subterfugio para vengar la muerte del padre de Jasón a manos de Pelias, haciendo que sus hijas asesinaran a su propio padre y le cocieran creyendo que así lo rejuvenecerían. La creencia trágica aquí latente, aliada, insisto, de la antevista unas líneas más arriba, es que el amor es eterno, es decir, la confusión subsiguiente del sentimiento del amor con el amante, que para bien o para mal mutila la genuina naturaleza del mismo.
Quiero decir: para Medea, a pesar del lastre de dolor infalible, no supuso después de todo problema alguno abandonar casa y patria por amor a Jasón. El amor manifestaba ahí, una vez más, su sustancia revolucionaria capaz de unir lo desigual y lo diverso, de ofender voluntariamente valores establecidos y sentimientos naturales, y de procurar no obstante felicidad con el cambio. Lo trágico es pensar que la revolución del amor se va a detener en el amante ocasional si él no quiere, en pago a la hipoteca del mundo común, hijos incluidos, construido por los amantes. Eso, en definitiva, es creer que el amor no es una sustancia por así decir virginal y un ser sin memoria, dispuesto siempre a renovarse como a atarse, y para el que las ligaduras intemporales no son sino flor de un día llegada la –nueva– ocasión. Es nuestro orgullo lo que se ofende cuando el amor nos abandona, y el orgullo, en Medea, no era algo con lo que la heroína estuviera dispuesta a transigir: ni siquiera por amor.
Y es que, en efecto, no habría habido tragedia sin el sentimiento de orgullo del que hace gala aquélla, un calco casi del honor heroico, que no vacilaría en airear como propia la consigna fiat iustitia, pereat mundus con tal de que dicha justicia fuera la suya. Medea culpa a Jasón de haberla abandonado y acusa su conducta de inhumanidad. Pero a lo largo de la representación asistimos a un desplazamiento del encausado, pues lo que de verdad le resulta intolerable es convertirse en el “hazmerreír” de la gente por dejar semejante delito sin sanción, esto es, la ofensa sin venganza. No sólo; la muerte de sus hijos, que la locura podría concebir como un alarde de amor materno con el que extinguir todo rastro de vida del traidor en torno a uno mismo sacrificando la inocencia, reconoce finalmente al genuino asesino: “mi orgullo”, dice la madre, quien le repite casi al final de la obra al padre: no hay más necesidad de su muerte que la de “causarte dolor”. He ahí, en suma, creencias entreveradas con ideas que en determinadas circunstancias engendran comportamientos trágicos.
Es verdad que en esa situación Medea es una máquina de sufrimiento difícil de sujetar, pero también lo es, me parece, que ha llegado a ese punto por méritos propios, por mucho que quiera disculparse lamentando la debilidad de su razón frente al vigor de sus pasiones. Una vez allí, y mientras rumia su venganza, no admite ni la resignación ni esa forma débil de perdón que es el olvido: repasa su vida para consumirse en un océano de dolor en el que el odio pueda navegar en paz, y al que el arrepentimiento por haber abandonado la casa paterna no hace sino añadir nueva leña al fuego (es ella quien olvida así que el arrepentimiento es posible porque su sufrimiento es libre, por cuanto su voluntad no había sido comprometida, a diferencia de tantas otras tragedias, con el crimen inicial, y hubiera podido volver atrás de habérselo permitido el orgullo y, a su través, el odio). En medio de un dolor que enajena ya no hay posibilidad de distinguir al amigo del extraño, ni de calcular con moderación las ventajas y desventajas de la vida, ni de escuchar los gritos que la naturaleza depositara en su corazón; el odio, que racionaliza el dolor desde la pasión, materializa en rostros y nombres concretos los ídolos de sus ansias de destrucción. Deviene la tinta con la que el dolor escribe su testamento de venganza contra la razón y la justicia.
Quizá un sufrimiento como el de Medea nos humanice al sujeto que lo padece, pero quizá convenga atar corto a la piedad, porque puede anestesiarnos contra la prueba de que un gran sufrimiento puede ser también la cara noble del hecho de que por una razón banal se puede matar y morir; de que el orgullo no necesita de ninguna gran causa para mancillarse, pero sí de una gran gesta para sentirse reparado, y de que el odio que mientras tanto segrega no necesita de ninguna gran causa para surgir, pero sus efectos pueden ser tan devastadores como el del honor heroico ofendido reclamando su justicia.
Imagen: fragmento de Svetlana Pochatun en Unsplash