La lámpara de Diógenes (VIII)
De viaje por el Périgord (1). Entre la naturaleza y la Historia.
Célebre por su geografía, su historia y su gastronomía, el Périgord bien podría ser un señuelo del paraíso; y para un creyente, máxime si ha leído previamente algún folleto turístico francés de la zona antes de visitarla, hasta el lugar del mismísimo Paraíso en persona. ¡Lástima que dicho creyente –anillo perdido de la evolución en esto como en tantas cosas– acabe topándose con algún igual que habrá leído otro folleto turístico de otra zona que, claro, también era el paraíso y estaba también en Francia! Por lo cual, si no se matan antes a paraisazo limpio tratando de imponer el de cada uno como el verdadero, habrán de concluir que toda Francia es el Paraíso, un Paraíso único, o bien que está constituida por toda una sucesión de paraísos locales: ¡palabrita de folleto turístico francés! Por lo demás, quién sabe si la cosa no acaba aún mejor de lo pensado, y si tanta divinidad junta no sonsaca en la mente de quienes la perciben alguna sombra de paradisíaco escepticismo; después de todo, no muy lejos de allí nació el gran Montaigne, que lo cultivó con esmero, devolvió su antigua música a sonidos vacíos, renovó ideas clásicas en palabras por tanto tiempo gastadas, cambiando para bien, y mucho, el futuro del pensamiento moderno.
Lo cierto, empero, es que el Périgord es una fascinante colección de paisajes variopintos y armoniosamente conjuntados, en la que la geometría cortesana francesa, la pasión inglesa por domesticar la naturaleza y el ímpetu juvenil de quien no tolera intromisión alguna sobre la anarquía de las formas según crecen, surten de parajes colinosos, de valles ajardinados, de bosques espesos y en apariencia impenetrables, los ojos soñadores del fatigado viajero que, absorto, los admira, y cuya ardiente belleza reintroduce gotas de un añejo romanticismo ya desconocido en su alma. Paisajes que con su variedad de colores, armonía de formas y precisión de sus detalles parecen posar para la paleta del pintor que para la ocasión es todo turista; paisajes recorridos por ríos pensativos que durante gran parte de su curso se han olvidado adrede del “mar, que es el morir”, como señalara Jorge Manrique, deleitándose en rematar el arte retocando figuras, inventando sfumati, punteando motivos o completando fachadas de los lugares por donde pasan, y que discurren a veces bajo puentes que tienen todo el tiempo del mundo para cultivar su narcisismo mirándose y remirándose en sus aguas, recreándose con placer en las diversas variedades que el color cambiante de las mismas o sus propias sombras al compás del tiempo introducen en ellos.
Por todo ese jardín de las Gracias brotan innumerables castillos, protagonistas absolutos de largos periodos de la historia francesa, pertenecientes a diferentes épocas, a diversos estilos y a señores con desigual poder; alguno de ellos además, como el de Commarque, emplazados sobre grutas prehistóricas, bordeando un acantilado de viviendas trogloditas y enseñoreándose con orgullo sobre el resto del poblado medieval sometido a su poder. En un radio mínimo es, pues, posible moverse sobre 15.000 años de historia, pero a poco que ampliemos el pañuelo de la extensión por recorrer daremos con nuevos castillos, con grutas semejantes a museos en la que el escultor único de una infinidad de obras es la naturaleza y con otras en las que el hombre ha rivalizado en prodigios con ella. Castillos que demuestran de un lado, con su restauración, hasta qué punto a los franceses interesa la historia, en especial la suya (aunque como a veces el hábito sí hace al monje, quizá sean por ello los extranjeros más interesados en las historias nacionales de los lugares que visitan); y por otro, ya que, franceses y todo, no dejan de ser turistas (y, de lejos, los más numerosos de la zona), hasta qué punto de la historia interesa la historieta. Es verdad que, incluso en este último caso, también estaría por ver cuánto interesaría la historia si ésta no fuera tan rentable económicamente.
Por todo ello tampoco está de más aquí dudar sobre las bondades de dicha brujita buena. Uno, por ejemplo, por deformación profesional no quiere renunciar a la visita al castillo donde nació Fénelón, el futuro preceptor del Duque de Borgoña, nieto del todopoderoso Luis XIV, quien le premiaría con el arzobispado de Cambrai (1695) por su buena obra; y eso que ya le había escrito un año antes su famosa carta denunciando la megalomanía de un monarca capaz de vender el bienestar de todo un reino con tal de ganar la gloria (algunos párrafos de la misma se han vuelto célebres, al punto de hacer pensar de que la reacción de Luis XIV fue una jugada política maestra, pues sustituyendo el cadalso por la vanidad demostró que es más seguro cortar una cabeza mediante un ascenso que dando las órdenes pertinentes al verdugo). Hay así mismo, pienso, razones estéticas para no renunciar a su visita, y las hay también naturales, que sorprenden al viajero al llegar, como el magnífico hayedo, las inimaginables secuoyas y el majestuoso cedro del Líbano, tres monumentos naturales alineados casi uno junto a los otros.
Pero luego viene la visita como tal. Y entonces pasan dos cosas: primero, y según aludí antes, uno aprende detalles dignos de revistas científicas como el Hola y cosas así, pero prácticamente nada –o a mí se me pasó por entero– de las ideas con las que el pedagogo Fénelon quiso enseñar al alumno a aprender mediante la observación y el goce frente a la memorización, y el preceptor Fénelon quiso hacer del futuro rey algo que empezaba a parecerse a un ciudadano (su monarquía, en efecto, despreciaba el poder tiránico, se basaba en un equilibrio temperado de poderes y se apuntalaba con la fraternidad universal de los pueblos, lo que erradicaría la guerra como instrumento de la política exterior). Y, después, que de no ser por los nombres diferentes que va encontrando en cada castillo visitado parecería que siempre se recorre el mismo. Y todo ello al tiempo que uno, tras cada recorrido, no deja de admirarse por el contraste entre lo grandes que son por fuera y lo pequeños que acaban siendo dentro.
En el interior de ese mundo de castillos llenos de interminables escaleras que te elevan hasta casi dos palmos del cielo, hay al menos un lugar que, en cambio, te lleva hacia abajo, hacia los huecos de la tierra, aunque sea tan sólo a unos metros de profundidad, pero que vale más que cualquiera de sus antagonistas constructivos por separado y que muchos de ellos juntos: Lascaux. Lascaux II, para ser exactos, porque, al igual que en Altamira, la cueva original se halla cerrada al público, y ha sido reproducida con exactitud casi total, según se nos asegura, al objeto de preservar las excepcionales manifestaciones de sensibilidad y destreza de que hicieron gala nuestros próximos antepasados, hace apenas 20.000 años.
Quien conozca Altamira experimentará sin duda una sensación de déjà-vu de las más hermosas y profundas que un ser humano pueda permitirse en materia estética. La capacidad, inmensa, de observación para adecuar los relieves de la gruta a las formas que se desea representar; la pulcritud técnica desplegada en cada figura pintada, muchas de ellas en movimiento; el vivaz y sorprendente naturalismo del estilo, que autoriza a reconocer a todo bicho viviente plasmado sobre el lienzo irregular de la roca; el rastro de sensibilidad, de espíritu, que cada animal va dejando a su paso del ser humano, que se prefiere observador de la escena en vez de actor de la misma… Cuesta pensar, y degrada deber hacerlo, que tan alta perfección haya culminado, con el desarrollo de las diferentes civilizaciones, en tantas y tan continuas formas de barbarie como las que puntualmente han ido marcando la historia de la humanidad en cada una de sus fases.
Ah, y también está la Gastronomía, la probable joya de la corona perigurdina, al decir de los enterados y de quienes la venden, claro. El Périgord es la famosa república de la oie, esto es, de la oca, cuyo producto estrella es el Foie, que como es bien sabido no es la Foca, sino simplemente lo que es. Si Vd. oye a un francés hablar de semejante reina de las Delikatessen, y por un momento le da por pensar que en el mercado van por fuerza de la mano el precio del producto y su calidad, ya sabrá a partir de ahí en qué consistían el néctar y la ambrosía de los que tiempo atrás, cuando la religión era civilizada o, por lo menos, cabía cierto humor en ella, se nutrían los dioses. El caso es que por una bola de grasa, que, cierto, puede llegar a ser sabrosísima aunque no deje de ser pura grasa, usted puede quedarse sin cuenta en el banco si decide regalársela a quien aprecie (y más aún si la regala a quien desprecie, pues aquí el número de afortunados tiende a aumentar).
Además de la oca, en la cocina del Périgord abunda otro alimento estelar, casi el rival natural de aquél: el canard o “pato”. Así, no entrará Vd. en ningún restaurante, aun de poca monta, en el que no encuentre las consabidas recetas: confit de canard, magret de canard, no sé qué de canard, el canard al canard, el confit de canard al magret, el magret de confit al canard, etc., etc., y otros mil diversísimos platos de grasa variada que, sin duda, salvo por el precio, harán las delicias de los comensales. En fin, y ya sé que afirmo una herejía culinaria, estoy convencido de que debe haber alguna cocina peor en el mundo –y no sean mal pensados y piensen en la inglesa: estoy hablando de cocina–, pero difícilmente uno probará mayor ternura culinaria que observando el celo que pone la cocina francesa para, con la máxima sofisticación posible, deleitarnos con sus diversas especies de grasas. Una semana saboreando sin cesar los productos de la vario-sabrosísimacocina perigurdina, y el viajero que llega a comer con un hambre de toro después de haber recorrido sus maravillasgeográfico-históricas vuelve a casa convertido en una auténtica vaca. Eso sí, su colesterol, al menos él, será el más feliz del mundo.
Así pues, el Périgord, en cuanto paraíso, queda mejor como tarjeta postal que en la realidad, y en ello no se diferencia gran cosa de la mayor parte de los lugares en los que el viajero es un simple turista. Es el simple deseo de vencer rutinas y coleccionar recuerdos, y no el anhelo profundo de cambiar algo por dentro, lo que nos lleva a viajar, y con esa motivación de fondo garantizamos tanto la adulteración de las cosas como la felicidad que nos produce el ser engañados. En realidad, viajamos como vivimos, pese a que viajamos para huir temporalmente de cómo vivimos. Pero viajamos con lo que somos, y eso es lo que no sabemos dejar atrás en ninguno de nuestros viajes; por ello no cabe extrañarse de que volvamos con lo que nos llevamos puesto, aunque con algún otro adorno más para el pequeño y a veces grotesco museo familiar en el que han devenido nuestras casas.
Imagen de Paola Capelletto vía Unsplash.