La lámpara de Diógenes (VI). Una lección de Heródoto
Soberbia, sabiduría, moralidad, destino, libertad, y hasta legitimidad entre las páginas de la primera historia.
En la que probablemente sea la primera obra histórica de la humanidad, la Historia de Heródoto, escrita ya con pretensiones de objetividad y cientificidad, se intercalan no obstante episodios que rebaten semejante aspiración, como el de la discusión entre Otanes, Megabizo y Darío por elucidar la mejor de las tres formas de gobierno posibles, a saber, la democracia, la aristocracia o la monarquía; o bien el de la entrevista del legislador ateniense Solón con el rey lidio Creso, y del subsiguiente mal sufrido por éste, del que aquí me voy a ocupar. Y es que, considero, en el hueco dejado por una inexistente historia real cabe una gran historieta ética.
Creso, cuenta Heródoto, se hallaba en el ápice de su poder y su gloria personal, y Sardes, la capital del reino, era un imán que atraía hacia ella a la inteligencia helena, un banquete en el que dar satisfacción a su voracidad por el conocimiento. Allí dialogarán Creso y Solón sobre la felicidad, y del desacuerdo final aquél obtendrá, primero, un desplante a su condición y, tras él, un castigo a su vanidad. Veamos su desarrollo.
He hablado de diálogo, mas en realidad no hay tal. No puede haberlo entre dos seres desiguales en sabiduría de un lado y riqueza y poder de otro. Creso, titular de tales joyas, no sólo no concibe que la felicidad posea entidad sustantiva, sino que llegue a existir más allá de los títulos que le adornan. Si solicita la intervención de la sabiduría en tan previsible certamen no se debe a que requiera de pitonisa alguna, sino a que desea hacer de ella la sacerdotisa que eleva su persona a divinidad humana; así, al tiempo que la degrada le insta a pronunciar el sí legitimador: sólo cabría una respuesta a la pregunta por el individuo más feliz, a saber, el más rico y poderoso. O mejor: no sólo Creso es el más feliz, sino que sólo él puede serlo del todo, pues sólo uno consigue acumular el máximo de riqueza y de poder. Ninguna otra música espera escuchar el rey lidio, que se cree confundido con el sol y no se sabe deslumbrado por su luz.
La sabiduría, en cambio, tiene otras ideas in mente. Solón, su ocasional portavoz, que está allí por su condición de sabio y de viajero (que forman un todo en la visión de Heródoto), está convencido de la imperfección ontológica del hombre, y acepta el escepticismo anexo. De hecho, y como el Edipo de Sófocles, cree que “es mucho mejor para el hombre estar muerto que vivo”, y que mientras está vivo “el hombre es pura contingencia”, un amasijo de circunstancias rodando por cada uno de los días de su vida sin rumbo fijo, que hacen de su voluntad un azar imprevisible; una red de opiniones, acciones, fes, temores, etc., a los que la fortuna hace girar en su rueda añadiendo una notable dosis de impotencia a la anterior imprevisibilidad.
Ahora bien, ni ésta es completa ni aquélla total, por lo que, pese a todo, el hombre está en grado de construir un mundo junto a sus semejantes en el que crear una vida en parte a su medida. Por eso Solón, en lugar de hacer mutis por el ágora o mirar con aprensión el horizonte; y, desde luego, en lugar de pronunciar el esperado sí, responde a las dos preguntas de Creso –quien, desconcertado por la respuesta del sabio ateniense a su primera y más general pregunta, torna a la carga con otra más restrictiva– con una serie de nombres a los que unce sendas cadenas de valores en los que refulge no sólo la independencia de la felicidad respecto de la riqueza o el poder, sino el movimiento piramidal que en el interior del propio ámbito ético, y pese al escepticismo igualmente ontológico que lo impregna, tiene lugar. En cualquier caso, la felicidad sólo cabe predicarla de los muertos, porque sólo a las existencias ya concluidas, en las que ni el azar ni las perversas deidades introducirán más novedades, el juicio puede abarcar con una mirada y tasar con el metro de la felicidad.
Los eslabones con los que se trenzan las mentadas cadenas provienen tanto del espacio privado como del público y recorren caminos que ensartan los deberes filiales con la naturaleza de una polis de cuya grandeza y prosperidad son agentes primarios sus ciudadanos, siendo la areté y la lealtad patria, que, cierto, llega a incluir el sacrificio de la vida individual, el hilo que conecta los diversos niveles del comportamiento (un modelo poco edificante en nuestro mundo, pues una de las virtudes máximas de los vicios de los actuales demócratas es hacer que nos parezcamos mucho más –y a veces por grandes motivos– a esos personajillos a quienes “sus pequeñas pasiones colman por completo su alma”, que Tocqueville veía menudear en su época, que a cualquiera de los ciudadanos-héroe aclamados por Solón u otros moralistas de la antigüedad; no obstante, una felicidad que une a los ciudadanos en la vida pública y da sentido a un proyecto de vida personal no deja de ser un aliciente incluso para el abúlico demócrata de hoy). Todo eso, insisto, pese a las trampas que el azar tiende a las acciones de los hombres o a la cizaña que siembran en sus corazones las envidiosas deidades que moran entre ellos.
La historieta, con todo, no acaba ahí. La acción sigue incluso cuando Solón ha abandonado Sardes, porque desde el mito de Prometeo sabemos que desencadenar con nuestras acciones consecuencias cuyo control está más allá de nuestro alcance pertenece a la condición humana. Creso no le puso mordaza a su vanidad ante Solón, lo que eo ipso le convierte en carne de cañón trágica, ya que, también lo sabíamos por Esquilo, los dioses no gustan de las exhibiciones de soberbia, para la que puntualmente guardan su inescrutable venganza.
Una vez más, el sueño deviene el camino para llevar la pesadilla al durmiente; a través de él, en efecto, se anuncia el destino cruento que aguarda a su único hijo sano, Atis, la flor y nata él solo de la entera juventud lidia. La crueldad de unas divinidades aún no moralizadas, semejante a la practicada por los fanáticos de los tres dioses únicos ya moralizados; el castigo de la conciencia por considerar delito su vida privada aun sin traducirse en acciones delictivas punibles; la creencia en la eternidad del delito moral, para el que no hay prescripción del castigo; la naturaleza desproporcionada de éste; el principio ético, por no decir infraético, del do-ut-des como base de la relación del creyente con el creído; las trampas de la fe, como quizá diría también aquí Octavio Paz; su impúdica alianza con la ignorancia; la extensión de la mancha de culpa hacia los dominios de la inocencia, que hará pagar a justos por pecadores (otro rasgo constitutivo de lo humano, también según el mito de Prometeo), etc., configuran el grueso de la trama de la acción trágica, es decir, de un poder monstruoso, genuina obra de arte de la ignominia, que se impone al plan de la razón por combatirlo y al deseo de la voluntad de realizarlo.
Creso, en efecto, ya ha olvidado su polémica con Solón cuando recibe la noticia del castigo que se le impondrá por persona interpuesta. E incluso ha dado muestras de grandeza moral purificando a un inocente, Adrasto, del estigma de culpabilidad impreso en su conciencia por el asesinato involuntario de un hermano suyo. Desde lo alto de su poder, por tanto, Creso dicta las órdenes adecuadas a la amenaza a la que se enfrenta; su conocimiento del hecho es la gran ventaja que le permitirá, espera, conjurarla. Casa a su hijo para sacarlo de la vida aventurera de la juventud, le cambia de lugar en la dirección de los asuntos públicos, manda sacar de los aposentos todas las jabalinas, pues la causa de la muerte de su hijo será una punta de hierro, etc. Con todo eso se mezcla la noticia de que un “gran jabalí”, un aliado supremo de la cólera divina según la mitología griega, ha aparecido por el lugar devastando los campos. Unos enviados comunican los hechos al rey y le piden la ayuda de su hijo para dar muerte al animal…
Ahorro al lector los pormenores de la escena, aunque intuyo que imaginará la disposición real a organizar una partida que dé muerte a la fiera y su indisposición de enviar a su hijo al frente de ella. También lo imagino concibiendo la expedición contra el jabalí como la ocasión en la que los dioses consumarán su venganza.
Atis, empero, ha oído todo, y en una conversación con su padre le convence de que le deje ir con aquéllos, entre otras razones porque los jabalíes de entonces, como los de ahora, no gastan hierro en sus colmillos ni en sus pezuñas. Dicha conversación se convierte deliberadamente en un preludio dramático del inmediato desenlace, y, a mi entender, representa por ello una condena de la arbitrariedad y la inhumanidad de los dioses; a lo largo de la misma, extraordinariamente breve, Heródoto saca a relucir un rosario de ideas de extrema importancia para la vida democrática y nos ilumina sobre la tragedia real subyacente a cualquier tragedia representada.
Atis pide a Creso que le deje marchar al frente de la expedición, porque si no la vergüenza cubriría su rostro de rasgos deformes y desconocidos en el “ágora”, ante los “ciudadanos”, humillación que le resulta intolerable soportar; y a la que se uniría el recelo de su joven esposa, ajena enteramente al por qué de la espontánea cobardía del hasta ayer el más valiente y mejor de los lidios (base de su legitimidad para gobernarlos, como enseñará Jenofonte en su Ciropedia respecto de Ciro); es decir, Atis reconoce la necesidad del mérito como vía de acceso a las plazas de rango de la sociedad, así como la importancia del control social, público y privado, de quienes las ocupan; reconoce al mismo tiempo la igualdad de la mujer a la hora de ejercer dicho control, aunque sea particular la esfera desde la que lo hace, y hasta rinde tributo al corazón cuando quiere validar su persona. Atis, por otro lado, se muestra dispuesto a obedecer a su padre, pero no por ser padre ni por ser rey, sino porque le pide que utilice su razón para persuadirlo, o lo que es igual, porque confía que la persuasión del razonamiento constituya el método del dominio, la forma en la que la autoridad imponga su poder (señalemos que es la asimilación de dicha idea lo que resulta decisivo en el cambio de decisión de su padre: “al manifestar tu opinión sobre el sueño, has encontrado el medio de convencerme”, le dice Creso a su hijo). Éste, pues, cede, y para añadir garantías a la seguridad de su hijo pide al valiente y noble Adrasto, en reciprocidad por el favor dispensado, que cuide de aquél, un favor que éste reinterpreta con el orgullo de una orden de su conciencia.
Al poco las noticias incendian de dolor el pecho de Creso al comunicársele la muerte de su hijo, involuntariamente atravesado por la lanza de Adrasto, su protector. Y al momento el propio Adrasto le suplica que en justicia lo inmole sobre el cadáver, palabras que sirven para que Creso lo exonere, considerando el dolor que las pronuncia castigo suficiente, al tiempo que descarga en un dios la responsabilidad última de la acción.
La tragedia subyacente a esa tragedia es, en primer lugar, el poder irracional de las creencias; Adrasto no acepta el perdón y se suicida, interrumpiendo en su persona, y con su muerte, dicho poder irracional; sólo el acto supremo de la muerte devuelve a la conciencia la libertad. Pero dicha actitud comporta el orgullo de saberse malo más allá de la voluntad, de poder ser malo sin quererlo, es decir, la pía soberbia de considerarse cristalización de destino. Y, en segundo lugar, que la potencia divina está lejos de ser omnipotencia; en lucha abierta frente al hombre que conoce y se rebela, el destino sólo logra imponerse no jugando limpio, esto es, recurriendo al azar para legitimar su poder; sólo mediante el engaño, la astucia, la violencia, en suma, puede la divinidad imponerse al hombre.
La acción guiada por esa conciencia liberará al hombre de su sumisión a las fuerzas de la religión de la irracionalidad. En el ámbito privado, como en el público, poseemos recursos suficientes, nos enseña Heródoto, para pergeñar un destino aceptable para nuestro mundo, así como para nuestras vidas en él. Ahora bien, de lo que nunca lograremos liberarnos es de no producir únicamente bienes mediante bienes, es decir, de no truncar esa línea más o menos recta que une el bien con el mal. El destino que la deidad ha querido para Atis, en efecto, se ha forjado unciendo a la anécdota de la batida contra un jabalí tres series de bienes: la actual conducta de Creso, la prevalente en él y la entregada disposición de Adrasto. La –nueva– acción consciente no tarda en vincular ahí la impotencia divina con su crueldad.
Empero, y a pesar del hilo rojo que necesariamente une al bien con el mal, hay un motivo de optimismo sobre la condición humana, y aun forma parte de su grandeza: si bien Heródoto ha olvidado en toda esta historia contar que también del mal se extraen bienes, es decir, que no hay mal que por bien no venga, lo que una mirada profunda detecta en los hechos narrados es que en el destino de Atis sólo hay daño, sufrimiento y dolor por parte humana, pero no mal, y que el que hay proviene de la parte divina. De otra manera: un daño incontable, un dolor inhumano y sufrimiento a mansalva es lo que queda de haber expulsado a los dioses del mal del ámbito humano, o, si se quiere, de erradicar el mal de cualquier otro lugar que no sea su fuente natural: la voluntad del hombre. Daño, sufrimiento y dolor moralmente neutros son pues un destilado de la acción humana que ha resuelto dejar atrás el filtro de la trascendencia, compatibles por ello con la felicidad. Quizá sea ésa, a la postre, la última y mayor lección que Heródoto quería impartirnos en el episodio aquí analizado sobre las vicisitudes de Creso.
Imagen: fragmento de Sólon y Creso, de JH van de Hoorst.