La lámpara de Diógenes (V) - Ante la tumba del capitán Dreyfus
Cuando la verdad y la justicia chocan contra el sectarismo y la "razón de Estado"... sólo una judicatura independiente y personas con principios pueden salvarlas.
En París, ciudad perpetuamente en venta, como la Roma de Yugurta al decir de Salustio, ni los muertos escapan a las cacerías del turista. Por eso, algunos cementerios son una atracción más: y, entre ellos, el de Montparnasse es su nôtre-dame o su tour eiffel particular.
Uno pensaría, visto su céntrico emplazamiento, que ésta había dispuesto retener a sus ilustres moradores vivos por siempre en medio de sus entrañas, quizá anhelando secretamente que la dignidad, la variedad del talento, el mérito, la recompensa social del esfuerzo, etc., impartieran sus lecciones permanentes a lomos del tiempo; y, en épocas como la actual, que el fulgor de sus nombres obrara de parapeto contra el trajín de la sinrazón y el delirio diarios, más sus correrías en el alma, con pareja eficacia a la de la lluvia contra la contaminación.
Mas cuando se ve al visitante mariposear entre las tumbas, forrado de cámaras fotográficas, de sonrisas dentífricas y jolgorio pajaril, pronto se descubre que si tales intenciones fueron realidad su poder ya murió de éxito; que al visitante transformado en turista le llena de sobra el girar en el tiovivo de una historia confeccionada a retales al unir de manera desordenada nombres ilustres que tal vez le harán creerse tocado por la varita mágica de su fama antes de, con la sangre renovada, reanudar la cacería.
Y sin embargo –prescindo ahora por completo de toda referencia a los lazos culturales en grado de amasar una gran cantidad de poder alrededor de las tumbas, según expusiera con claridad Olaf B. Rader en su libro Tumba y poder–, los muertos sí pueden dar lugar a varios tipos de reacciones, más íntimas y vitales, y bastante diversas entre sí: incluso entre los turistas. En un cementerio plagado de artistas, escritores, científicos, intelectuales, políticos, extranjeros unos y franceses los más, los diferentes nombres conocidos recorren los meandros de la memoria evocando cosas distintas y suscitando en el corazón sentimientos varios. Porfirio Díaz de nuevo nos hará sonreír cuando su nombre rescate en nuestro espíritu su conocida frase, al tiempo que hará brotar un racimo de melancólico desaliento en nuestro pecho, compuesto con problemas de todos los colores que vienen para quedarse, al comprobar que México no necesita cambiar tiranos por gobernantes electos para ir siempre mal, y que doscientos años de independencia no han hecho sino aferrarlo firmemente a su propia servidumbre. Hubert Beuve-Méry nos hará soñar con otro periodismo distinto del que hoy sacrifica la verdad al interés del poderoso que les paga; Raymond Aron nos sorprenderá aún con alguna mueca de vigor juvenil en un rostro a veces irreconocible donde campan las arrugas; César Vallejo tal vez nos inste a releerlo y Baudelaire a no dejar de hacerlo. Y así con el resto de esta brillante legión de honor.
Pero yo entré en el cementerio con la idea clara de rendir mi pequeño homenaje personal a uno de esos raros muertos cuyo recuerdo es la ocasión para enaltecer la vida: el capitán Alfred Dreyfus. No dejé de manifestar mi íntima gratitud a otros, Baudelaire in primis, e incluso no pude menos de sonreírme recordando la ironía desplegada por Brassens en su La ballade des cimetières, centrada precisamente sobre el de Montparnasse (archiconocido por él al distar quatre pas de ma maison), pero la tumba de aquel héroe a su pesar, de aquel caballero andante de la dignidad que fue Dreyfus, un hombre en el que la especie rejuvenece los ideales que el alma se esfuerza por soñar y la baja política por enterrar, atrajo desde el inicio mis pasos.
Cuando la hallé, confieso que no defraudó mis expectativas, ya que una simple y amplia losa, que daba cobijo a varios nombres junto al suyo, salpicada de piedrecitas que testimoniaban a la manera judía de otros tributos anteriores al mío, constituía el solo recuerdo visible de un individuo cuya alma no habría cabido en el entero cementerio. Nada, pues, del boato de aquéllos que incluso muertos erigen con sus tumbas un templo a la ambición y a la codicia, que pretenden plasmar en ellas el poder y las riquezas de ayer y ostentarlos durante la eternidad; o que, cual faraones en miniatura, piensan que harán uso de ello en otra vida. Ningún imperio en la tumba de Dreyfus salvo el de la dignidad, un poder al que ninguna idolatría puede confundir, ni el tiempo envejecer, ni la política suplantar y que ninguna riqueza debiera poder comprar.
Recordemos brevemente las circunstancias que la hicieron brillar. Para su desdicha, el capitán Dreyfus era alsaciano y judío, ¡y a la vez!, lo cual en una situación de nacionalismo y antisemitismo galopantes, cebados en un contexto que combinaba fenómenos generales como la industrialización, el imperialismo, la victoria de la ciudad sobre el campo, el triunfo de la burguesía sobre la aristocracia, la irrupción de la clase obrera, los progresos del laicismo, con otros coyunturales, como la derrota ante Prusia, que supuso a Francia la pérdida de Alsacia y Lorena, aportaban racionalidad a la sospecha de espionaje a favor de Alemania, al consiguiente juicio por traición y, en fin, a la condena de degradación y deportación perpetua a la Isla del Diablo. ¡Un judío patriota! ¿Alguien puede dar crédito a algo así? Desde luego, no un bienpensante conservador, quien ante la verificación del hecho raudo se diría: ¿Y qué importancia pueden tener los hechos frente a la ideología? Y no, por cierto, un hombre de honor, un patriota exaltado que al constatar que se acusa sin pruebas, pero que la liberación del acusado revertiría automáticamente en acusación al ejército, decide huir hacia delante y convertir el honor de la institución en verdugo de la inocencia, es decir, preservar el prestigio del ejército a costa del sacrificio de uno de sus miembros. Francia era entonces una plaga de bienpensantes y patriotas.
Zola, agredido por fanáticos nacionalistas por defender a Dreyfus, en “El ultraje de Zola”, óleo de Henry de Groux, 1898 (Vía Wikimedia).
Ahora bien: excepciones, también las había. El general Picquart, figura clave en el proceso que inició la revisión del caso y que por innumerables vericuetos condujo a la rehabilitación final del condenado, era un militar con un acendrado sentido del deber, al punto que su antisemitismo confeso no fue óbice para que, en el conflicto probable entre el amor al principio abstracto de su cabeza y los odios concretos de su corazón, el sentimiento de justicia se decantara del lado de aquélla.
Y luego estaba la otra Francia, la de Zola o Clemenceau, la de Jaurés o Blum, la de Lazare o los Dreyfus, sabedora de que cuando los derechos de uno se pisotean los de los demás corren peligro, de que el arbitrio no puede confundirse con la justicia ni aun en los casos de honor, de que las formas son, según enseñara Constant, sustancia del espíritu democrático y un contenido esencial del derecho. Su protesta, simbolizada en el arriesgadísimo J’accuse de Zola, donde ponía en tela de juicio la actuación de la clase política y del estamento militar, y que dio con los huesos del autor en la cárcel, acabaría dando su fruto decisivo con la rehabilitación del capitán injustamente condenado, pero pasó por momentos que pudieron ser la apoteosis de la injusticia y que sólo la dignidad del acusado impidió. Durante el asedio de los partidarios de la inocencia a los defensores de la venganza, las autoridades por dos veces idearon la solución más perversa de todas, la decisión que sacrificaba la justicia a su apariencia: graciar o amnistiar al condenado, fundándose en el supuesto de que la propia cobardía era generalizable. Ni imaginaban que un individuo, físicamente la sombra de sí mismo, pudiese albergar tanta energía moral como para rechazar sin contemplaciones la solución ofrecida con un argumento irreplicable: el indulto deja intacto el delito, aunque zanje la condena, y un inocente nunca puede ser objeto de indulto a causa de un delito no cometido.
Entre salir de la cárcel con la mancha de la peste moral en la conciencia y volver a ella con la conciencia intacta, pese a sus fuerzas languidecientes; entre la muerte moral con la que le recibirían sus conciudadanos y la muerte física a la que le obligaba su exigencia de justicia, para el capitán Alfred Dreyfus no había dudas a la hora de elegir. En nombre de la justicia, el pundonor conducía a Dreyfus a un uso extremo de su libertad que, sin embargo, no se traducía en ningún acto injusto contra sus oscuros enemigos, convertidos en tales durante el proceso; eligiendo la cárcel frente al indulto, la víctima disolvía hasta el menor asomo de legalidad con la que sus verdugos aspiraban a justificar la nuda fuerza. Mas en nombre de la vida, la probidad del ciudadano Dreyfus se rebelaba contra la graciosa inmolación de su persona al honor de las instituciones –o del país, o de la sociedad, o de cualquier otro monstruo de mil cabezas pero sin rostro– reclamando justicia, actitud ésa contraria a la prédica del patriota de salón, en esencia un vulgar criminal a la espera de la oportunidad en la que demostrarlo, siempre pronto a cambiar de deidad o bien a sacrificarla en el altar de su interés.
Confío en que el paciente lector que ha llegado hasta aquí sea también indulgente lo bastante para disculpar el epítome, torpe y en exceso sucinto, de un caso que puso en jaque la pervivencia de la república en Francia y que llegó a ser objeto de una inmensa atención internacional. No es disculparme con él decirle que no era mi propósito rememorar el significado del affaire Dreyfus en sí mismo, sino sólo justificar porqué su principal protagonista merecía el homenaje de ser recordado o, al menos, por qué yo considero obligado hacérselo a quien fue víctima del hecho de que dos ideas de Francia, una revolucionaria y republicana, la otra contrarrevolucionaria y monárquica, se cruzaran en su persona y su circunstancia, transformándolas en su campo de batalla (el lector interesado, aunque apresurado, puede aprehender en parte su significado leyendo las breves páginas que Max Gallo le dedica en su libro Les clés de l’histoire contemporaine; pero si no se conforma con tan poco puede ampliar su información con el extraordinario capítulo 4º que Barbara Tuchman le dedica en su La torre del orgullo).
Obligado no sólo por sacar a la luz la esquizofrenia de la pretendida una e indivisible Nación francesa, en realidad compuesta de varias Francias irreconciliables entre sí; por la catarsis en la que se vio envuelta el conjunto de la sociedad, constreñida a enfrentar bajo la luz pública los demonios que atormentaban y seccionaban su alma; por revelar que para el nacionalismo, el antisemitismo y el clericalismo la república no constituía por sí misma un límite ante el que detenerse, sino, más bien, el límite al que superar; o por levantar acta de cómo Maquiavelo tenía razón al declarar incompatibles los valores que una sociedad declara buenos, ya que incluso a una comunidad que se pretende regida por el derecho y hace profesión de fe democrática le resulta factible sacrificar la inocencia en nombre de la justicia. Pero obligado igualmente ante el héroe que supo resistir los embates del patrioterismo teológico, y plantar cara con su dignidad a la violencia que la fuerza ejerció contra él, y porque su caso es un firme recordatorio de que los mismos o parejos asesinos andan sueltos por nuestras sociedades, cebándose de manera más sorda pero igualmente sórdida e injusta contra la parte dreyfusard del judío por siempre errante, el socorrido chivo expiatorio de tantos de los males que nos aquejan.