[El presente artículo, con mínimos cambios, se publicó tras el terrible terremoto que sacudió determinadas zonas de Chile en febrero de 2010, que siguió de cerca a otras catástrofes naturales advenidas en otros lugares de América]
Todos los Estados… son o repúblicas o principados… En las repúblicas, por el contrario, hay más vida, más odio, mayor es el deseo de venganza…
(Maquiavelo, El Príncipe, caps. I y V)
A los ciudadanos de Valencia y a quienes han intentado contribuir a hacer más soportable la tragedia y más llevadera la idea de Humanidad, en medio del dolor y confiando, aún, en la justicia
El guión es siempre el mismo: primero actúa la naturaleza y, de su brazo, los hombres. Primero, aquélla envía con profesional puntualidad sus plagas: terremotos, maremotos, vendavales y demás “ríos torrenciales” que, como nos dijera Maquiavelo, cambian las tierras de lugar, las situaciones de sitio, dejando a su paso un rastro de devastación y dolor infinitos; después, sobre esos escombros, los seres humanos fraguarán episodios con los que mostrar que, además de humanos son también sólo seres, demostrando entonces que todo infinito es relativo, que la desesperación se puede agravar. Y de los “malecones y diques”, por continuar con la alegoría maquiaveliana, que los países hayan construido en los tiempos de bonanza, los institucionales incluidos, dependerá su mayor o menor hundimiento en la barbarie y que la muerte llegue a tiempo o no de ampliar a destajo su imperio. Chile, no por fortuna, sino por virtù –al principio los hombres hacen las instituciones, luego las instituciones hacen a los hombres, decía Montesquieu– no es Haití, y ni siquiera Nueva Orleans, razón por la cual la obra del hombre, salvo en contadas pero reveladoras escenas, apenas ha conseguido aún perfeccionar el poder destructor de la naturaleza con su capacidad de destruir la moral: esa milagrosa facultad de transformar las ruinas naturales en escombros sociales.
Ninguna conquista de la humanidad es permanente, en el sentido de que se mantendrá por sí sola una vez adquirida, incluida la democracia, porque la barbarie del estado de naturaleza se halla siempre al acecho de nuestra sociedad.
No hay transacción psicológica ni moral posible con unos hechos que en un simple parpadeo han demolido el pasado, el presente y el futuro de sus víctimas, convirtiendo sus destinos en títeres y a la incertidumbre y el miedo en titiriteros, al menos hasta que la ley de la vida, caso de que logre hacer surtir su magia, transforme una operación habitual del instinto en una gesta de la voluntad; no hay repetición que los naturalice, predicción que los acostumbre, familiaridad que los legitime, experiencia ajena que los enseñe, experiencia propia que los aprenda, por lo que su estallido, aun sabido, será siempre una sorpresa y su furia inmensamente mayor de la que la razón consigue soportar.
Y con todo, tampoco cabe ya la sorpresa ante la invariable irrupción del árbol del mal, depurado del máximo bien posible, en todo paraíso del dolor, la incertidumbre y la desesperación. Nos lo revelan, una y otra vez, los episodios de pillaje, saqueos, amenazas, asesinatos –en Chile, insisto, mucho menos violentos que en otras partes– que invariablemente surgen cuando, en la eventualidad de una hecatombe como la producida por un terremoto, los vínculos sociales sufren serios desperfectos y en su red se abren rotos a través de los cuales se vuelcan al exterior los demonios antes contenidos, que quizá se creyó en algún momento extirpar del alma humana, pero que ante lo extraordinario vuelven tan pujantes como siempre exhibiendo el poder de la eterna juventud. Se disimulan bajo figuras conocidas, improvisando bandas de delincuentes que explotan las necesidades humanas más elementales, pero que en lugar de engordar con el sudor de los demás lo hacen con la urgencia que tienen éstos, llegado el caso, de venderse para sobrevivir. Se disimulan así, pero son mucho más, haciendo patente que no sólo “todo hombre porta en sí mismo el principio de la tiranía”, como decía Fénelon, sino, mucho peor –al fin y al cabo una tiranía no guillotina la expectativa de librarse del tirano como sea–, el principio de la anarquía.
La leña que a esa pira de la Humanidad aportan las bandadas de delincuentes de cuello blanco, menos numerosas pero más poderosas que las otras, contribuye a elevar el monto de sus cenizas sobre las llamas de anhelos y esperanza que la solidaridad aviva en el corazón humano. Esa plaga dentro de la plaga, que no ve ocasión para esconder su interés en medio del sufrimiento general, renuente a abandonar el trono porque sabe de la cárcel en que se asienta y la justicia que espera en la cárcel, viola con su inacción las leyes de la política, se burla con su desamparo de la suerte de las víctimas y saquea con su codicia el sueño de la democracia de hacer iguales a los libres mediante la ley. Empapa así de tragedia el deber asignado por Maquiavelo al ciudadano de sacar a la luz las pasiones, antes citadas, que patentan el ejercicio de la libertad en una República.
No cabe la sorpresa ante la alucinación antedicha, porque Tucídides ya nos lo testó un día y para siempre con pelos y señales, y si bien la Ilustración afirmó poder curar el mal inyectando en el paciente, la totalidad del género humano, grandes dosis de educación y cultura, frente a la lección de Tucídides –un cataclismo natural es la occasione de otro social, en el que el ser humano muda rápidamente su piel de serpiente civilizada por la de la barbarie–, que la historia no se cansa de repetir, sólo ha conseguido escenificar la extensión de una creencia a ideología. Es verdad que quien hurta alimentos para aliviar el hambre en un tal contexto está lejos de ser un criminal y, quizá, ni siquiera un ladrón; como lo es que en absoluto son siempre mayoría quienes sacan a relucir un alma mafiosa en dicha circunstancia, e incluso que proliferan sinceros actos de generosidad y altruismo, que la solidaridad exterior se activa como un resorte y que las víctimas devienen en beneficiarios de bienes vitales.
Ahora bien, aparte de que a tales bienes se adhieren ocasionalmente hipotecas futuras; de que cabe dudar, si no de la sinceridad, sí al menos de la continuidad de los arrebatos y efusiones del corazón en un paisaje no dominado por la desgracia; de que las ayudas proceden de países ajenos al cataclismo; o, al contrario, de que quien empieza con hurtos por necesidad prosigue a veces con robos por interés, convirtiéndose así en un violento más entre los que pululan junto a él, ¿qué hubiera sucedido de haber sido Chile Haití y el ejército chileno no hubiera podido refrenar la violencia? ¿Caben dudas acaso de que también aquí ésta habría ampliado sus dominios, de que la parte mafiosa de las almas, pacientemente oculta por la normalidad, habría desempeñado un papel estelar? Como dije antes, la respuesta está en Tucídides.
Su Historia de la Guerra del Peloponeso traza el relieve de la condición humana con sobrecogedora precisión. Acaba de terminar el primer año de guerra entre las dos potencias supremas de la Hélade, Esparta y Atenas, y la suerte, vistos los hechos, desea abanderar la causa de la democracia. Pericles, el líder ateniense, rinde a los caídos un homenaje en nombre de sus conciudadanos, y en ese Partenón hecho con palabras que por su belleza es su discurso destaca por encima de todas las cosas una ciudad regida por un sistema político que merece ser imitado en el resto de la tierra merced a la libertad, la igualdad y la participación política –la justicia, para el demócrata griego–, y un tipo de ser humano, que lo hace y al que rehace, que en el mapa de la especie supone una novedad esencial; un ciudadano que, además de amar a los dioses y a las leyes y de respetar las diferencias en los otros, es en sí mismo un hito que logra reunir en su persona características que hasta él se tenían por incompatibles y sin él vivían por separado.
En esa ciudad única y modélica, habitada por individuos impares, irrumpe repentinamente un huésped no deseado: la peste, una de esas enfermedades que rebajan la cultura a naturaleza. Permítanme ahorrarles los detalles sobre sus síntomas y difusión, y pasar directamente in medias res, esto es, a sus consecuencias. La primera muerte que la peste inflige a la vida es su desnaturalización, al matar en el apestado algo incluso anterior al deseo de vivir, a saber: el instinto de supervivencia. Y hasta cabe decir de él que está de suerte, porque es de suponer que una vida inerte, una vida que se contradice a sí misma, no está en grado de morir en vida una segunda vez antes de hacerlo definitivamente al contemplar la segunda obra de la peste: el fin de la vida del corazón y de la vida del alma al extinguir los sentimientos y valores de honor, compasión, entrega y solidaridad, por cuanto mata también a quienes en tan calamitosa situación deciden olvidarse de sí mismos y socorrer a sus familiares o conciudadanos, es decir, mata a los portadores del virus de la humanidad.
Si todo concluyera ahí nada nos habría dicho Tucídides digno de ser traído a colación en circunstancias tan adversas como las padecidas hoy por los valencianos. Prosigamos, pues. Al igual que en vicio hay grados, según nos dijera el poeta trágico Racine, también el daño y sus males diferencian entre sus víctimas, al distinguir a los muertos de los heridos y a éstos de los afectados, que en mayor o menor medida serán la mayoría. Y los afectados por la peste que no estaban enfermos de peste, aunque contaran con llegar a estarlo en cualquier momento, aprendían de los hechos: del caso anterior, por ejemplo, que el mal no distingue entre buenos y malos –y cuando lo hace favorece a éstos–, como del hecho de que las víctimas morían incluso en los santuarios aprendían la impotencia de las divinidades. Por lo que todo signo de amor o respeto hacia ellas cesó.
De su propia reconversión moral, de la muerte de autoridades, la de Pericles entre ellas, del caos con el que la enfermedad reorganizó la polis, etc., aprendieron que en la anarquía estaban solos, que obrar según el propio antojo era posible, y que de hacerlo derivaban beneficios personales de los que no se había de rendir cuenta: luego dijeron adiós al amor a la autoridad, a la de las personas cuanto a la de las leyes, así como también al respeto al otro. Del horizonte desaparece la causa noble que antes embriagaba el alma y producía en su dueño una sed de grandeza que le instaba a llevar a cabo los grandes hechos con los que grabar la leyenda de su nombre en el tiempo; se volatiliza el pensamiento del futuro, necesario si se ha de dar continuidad a la persona, inherente a la prudencia del gobernante o incluso vital para la prognosis del médico que aún quisiera curar a los enfermos y albergara todavía esperanzas de hacerlo; una dimensión del tiempo ésa, la del futuro, que Tácito y antes el propio Tucídides asociarían al concepto de república.
Y lo que aparece es una existencia nueva, en la que al volatilizarse el temor a los dioses y a las leyes –he ahí una involuntaria denuncia de la perversidad de las religiones por su inutilidad, y de las leyes que basan su eficacia en el miedo–, y al no existir una conciencia autónoma en cada sujeto capaz de constituir una brida para él en situaciones no dominadas por la necesidad, todo lo alcanzable se vuelve posible, el límite vuelve un estímulo su superación y la contención del respeto –un predicado de nuestra condición de seres sociales– indeseable. En esa existencia nueva, sólo lo prohibido, junto con sus placeres anexos y la inmediatez de su disfrute, es ley.
Al sacar la noche oscura del alma a la escena pública Tucídides ha redondeado la imagen de nuestra estirpe; no nos prohíbe con ello volver a construir sociedades e intentar recuperar antiguas formas de felicidad o buscar otras nuevas, más saludables para todos, sino que simplemente nos sitúa ante el oráculo de Apolo para que al recordarnos nuestra mortalidad nos deshagamos de aquellas ilusiones que crean forjar algo derecho con el leño torcido de la humanidad, como nos dirá más tarde Kant (entre ellas un mundo constituido por una asociación de sociedades civiles republicanas). Nos dice asimismo que ninguna conquista de la humanidad es permanente, en el sentido de que se mantendrá por sí sola una vez adquirida, incluida la democracia, porque la barbarie del estado de naturaleza se halla siempre al acecho de nuestra sociedad al no hallarse temporalmente antes de la misma, como nos enseñó Hobbes, sino siempre después, como posibilidad, al hallarsedentrode ella (como sabía Hobbes, aunque no le turbara en exceso enseñarlo): en nosotros mismos, configurando el fondo de nuestra condición fáustica. Los cataclismos de estos días en Chile, de días pasados en Haití, de días antepasados en Nueva Orleans, etc., han teatralizado una vez más en la arena social la profecía de Tucídides, que sin ánimo alguno de profeta vaticinara simplemente con describir ante un cataclismo sólo todo lo que somos.
Imagen: El triunfo de la Muerte, de Brueghel el Viejo (vía Wikimedia).