La democracia militante y el derecho a opinar
La intolerancia ideológica se está convirtiendo en el pan nuestro de cada día.
La famosa frase de “estoy en desacuerdo con lo que dices pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo” se atribuye a Voltaire, aunque no la puso por escrito ni consta que la dijera. Es un pilar de la democracia: el derecho de todos a opinar lo que quieran sin sufrir represalias por ello. Un derecho que protege no sólo de la censura de los gobiernos, sino también del linchamiento de los contrarios. Un derecho que debe defender el Estado pero que también es tarea de todo demócrata.
Hoy en día Voltaire parece haber pasado de moda. Vivimos en sociedades en las que buena parte de la población considera inaceptable opinar algunas cosas. Más allá de la religión oficial y sus dogmas “políticamente correctos” hay colectivos que se creen legitimados para descalificar, apartar, silenciar, expulsar de los medios y el espacio público a quienes opinan como no les gusta. En España tenemos un lema para ello: “Fuera fascistas de nuestras calles”. Se aplica con liberalidad, especialmente por las variantes más intransigentes de la izquierda populista. No hace falta ser fascista para estar en el punto de mira, basta con llevarles la contraria.
Lo malo es que hoy no son sólo los extremistas callejeros los que ven correcto silenciar opiniones ajenas. Es un vicio que corroe a la sociedad, de arriba hacia abajo. Desde el Gobierno de Pedro Sánchez se tacha de “bulo” hasta la argumentación de la acusación contra su mujer, más que documentada; se pretende coaccionar a los medios que las difunden, y se insulta a quienes la comentan. Y cuando no se puede silenciar al contrario, se rasga uno las vestiduras y abandona la sala, como están haciendo algunos medios en Twitter.
Karl Popper defendía que una sociedad que aspira a ser tolerante tiene que defenderse de la intolerancia. Pero la intolerancia no es una opinión, son acciones: precisamente esas acciones excluyentes, esos intentos de silenciar, discriminar, expulsar, para imponer una visión concreta de las cosas. Y sí, una acción intolerante puede ser de palabra (un insulto, una descalificación, una incitación), pero confundirla con la expresión de una opinión requiere un bizantinismo culpable.
Se ha dicho muchas veces que la democracia española es de las menos militantes, porque permite la participación política de los que quieren destruir el marco institucional. Democracias tan respetables como la alemana, la portuguesa o la francesa no permitirían la participación de secesionismos como hacemos aquí, por ejemplo, y por el argumento sencillo de que su objetivo es contrario al bien común. La propia legalidad de Bildu es más que opinable, puesto que participa en exaltaciones de la peor coacción política, el terrorismo. Y sin embargo, no sólo participan sino que forman parte de la coalición de gobierno.
Pero no nos engañemos, no es un fenómeno español sino común en todo Occidente en distinto grado. En otros países se persigue igual (o más) la opinión disidente, a veces pisoteando la libertad de cátedra, otras discriminando en la publicidad oficial, o usando las instituciones profesionales como si no tuvieran que ser neutrales por definición. Las persecuciones policiales por supuestos delitos de opinión en Reino Unido están escandalizando a la población, y posiblemente acabe como los excesos similares estadounidenses: generando un populismo contrario. Ese populismo que ahora algunos establishments intentan contener por vía judicial.
Es importante que reaccionemos a tiempo, porque ambas cosas son peligrosas. La intolerancia bendecida por la autoridad es completamente antidemocrática, totalmente inaceptable, por mucho que lo que se quiera silenciar sea profundamente contrario a los valores u opiniones de cualquier grupo. Y “normalizar” la intolerancia desde las instituciones abre la puerta a la reacción contraria, a la expulsión pendular de puntos de vista, a la pérdida del respeto necesario para la convivencia.
Voltaire probablemente se tomaba una licencia poética cuando dijo aquello de “defender con la vida” el derecho a opinar. Pero la democracia realmente se juega la vida si no es capaz de asegurarlo. Llevamos siglos aprendiendo que si no garantizamos el derecho a disentir, acabamos a golpes o en una dictadura más o menos vestida de seda. Y aquí estamos otra vez, teniendo que recordar que a los únicos que hay que expulsar de las calles es a los que creen que tienen derecho a expulsar a otros por sus opiniones.
Imagen de Random Institute vía Unsplash.
Lección preclara sobre cómo la racionalidad de la tolerancia ejercida por el demócrata conforma un escudo de la democracia y de sí mismo contra la gangrena ideológico-política que los corroe.
Las acciones de intolerancia, esto es, violencia en todas sus formas al imponerse distorsionan la realidad de las cosas. Crean un marco conceptual que nutre la sociedad totalitaria