¿Hora de votar al árbitro?
En cada vuelta de tuerca, los partidos nos dicen que el problema no es el sistema, sino el rival. Tras cada vuelta de tuerca, el sistema se corroe más.
El lunes pasado, en Pamplona, la hispanista y pedagoga Inger Enkvist planteaba el problema en toda su crudeza: “Nuestras instituciones están secuestradas por personas que no tienen como objetivo nuestro bien”. Lo hizo en el contexto de la presentación de un libro sobre la Segunda República, a la que presenta como “una democracia sin demócratas”, un régimen nacido al margen de la voluntad popular, marcado por actuaciones al margen de la ley, y condenado por el sectarismo de demasiados de sus protagonistas.
La sala estaba llena, no sólo por el interés que despierta la historia, sino por la inquietud que despiertan los paralelismos con la actualidad y que llevan al análisis de la señora Enkvist.
El problema que vemos todos es ¿cómo se desaloja a esos secuestradores? Porque las alternativas que nos presentan los partidos, a día de hoy, parecen cualquier cosa menos garantías de ello. Demasiados de ellos, en su estado actual, parecen más parte del problema que de la solución.
En un partido de fútbol no se enfrentan dos equipos, sino tres. Hay uno, tradicionalmente vestido de negro, cuyos miembros corren tanto como los demás, y no tiran a puerta pero determinan el resultado porque de ellos depende que se cumplan las reglas de juego. Que no entren goles que no deban, ni se usen métodos indebidos para librarse del marcaje rival. El equipo del árbitro es fundamental para que el juego sea civilizado, no sólo para que el resultado sea justo.
En una democracia, cabría pensar que el equipo del árbitro es el poder judicial, e incluso una administración pública neutral, que implementa la ley sin determinarla. Pero el paralelo no es exacto, porque las reglas que aplica un árbitro no las determina el equipo que va ganando. Y eso es lo que pasa en un Estado como el nuestro, donde la separación de poderes se ha diluido hasta que los partidos nombran a los responsables de los jueces, los responsables de los partidos controlan a los diputados como se controla un mando a distancia, la penetración de los partidos en las administraciones se puede llamar colonización, la dependencia de los medios de comunicación del dinero público es escandalosa, los ministros controlan a fiscales y policía, y el sistema electoral favorece partidos creados para fomentar los intereses de minorías. El control del gobierno pone gran parte de las reglas del juego, y de su aplicación, en manos del primer interesado en manipularlas a su favor.
Esto no es nuevo, pero los efectos se acumulan. En cada vuelta de tuerca, los partidos nos dicen que el problema no es el sistema, sino el rival. Tras cada vuelta de tuerca, el sistema se corroe más y su capacidad de controlar los excesos de los gobernantes se debilita. Acabamos dependiendo de la vergüenza torera, ya que no de la ética, de quien nos gobierna. Y con un sistema que prima a la gente que carece de ella, la tormenta perfecta (un sociópata al frente del gobierno, apoyado en partidos antisistema que justifican la violencia política y el golpismo institucional, y unos medios irresponsables) era cuestión de tiempo.
El problema no es el daño que Sánchez está haciendo para mantenerse en el poder: afortunadamente. un régimen construido sobre incompetentes serviles (o porteros de puticlub) acaba pudriéndose antes o después. El problema es que las instituciones que dejará tras él siguen siendo el mismo criadero de monstruos que le dejó llegar al puesto. Y que nadie en la oposición nos promete limpiarlo.
El equipo del árbitro no son sólo los señores y señoras de negro que imponen las normas: son las instituciones que las definen, y cuya neutralidad es tan importante como la de los que corren por la banda. Al equipo del árbitro le da igual el resultado: le importa la calidad del juego. No le importa si la sanidad es pública, privada, mixta o extraterrestre, mientras cumpla con los objetivos marcados, se licite siguiendo las reglas y se controle como es debido. Le importa, en resumen, que se cumplan la ley y la voluntad popular.
En este país hemos tenido al menos tres ejemplos de partidos que se han creado con la intención de reformar las instituciones, aunque hayan sentido la obligación de completar el programa con medidas de un signo u otro. El último de ellos, Ciudadanos, estuvo a un paso de convertirse en la fuerza más votada antes de implosionar (precisamente por haberse mimetizado con los partidos tradicionales, abandonando la prioridad reformista por al deseo de pisar moqueta, y adoptando un funcionamiento interno que dejó de primar la participación y la competencia para recompensar la fidelidad al jefe de filas, concentrando el poder en media docena de manos). La manipulación mediática en torno a esa implosión, al servicio de los partidos institucionales, ha sido un ejemplo de la capacidad del sistema para defenderse.
Es cuestión de tiempo, cada vez menos, que se acaben convocando elecciones de nuevo. La proporción del electorado español que se siente huérfano, y vota con pinza en la nariz o directamente no vota porque no cree en ninguna de las opciones presentes, es cada vez mayor. La necesidad de una alternativa reformista es evidente, tanto como la aversión general a crear o apoyar a una nueva fuerza política sólo para que acabe como las demás. La lealtad a las siglas sigue condicionando, por ejemplo, a los socialistas críticos.
Quizá es el momento de plantearse otra opción. Una iniciativa (una lista) de “unidad nacional” que agrupe referentes de distintas ideologías, capaces de priorizar la necesidad de reforma institucional sobre agendas de partido. Que implique a esa sociedad civil que ya ha demostrado capacidad de convocatoria. Una lista con un programa claro de reformas críticas y el compromiso de limitarse al parlamento (apoyar un gobierno técnico) y no durar más de una legislatura. Un equipo que se preocupe de restaurar las reglas, despolitizar la justicia y las instituciones, reformar la ley electoral, la de partidos… y sacar las garras de los intereses especiales del presupuesto de todos, haciendo transparentes los resultados (o falta de ellos) de las políticas en las que gastamos dinero.
Quizá es el momento de votar por el árbitro. Si nos ve las ganas, igual se presenta.
Foto de Catia Climovich vía Unsplash.