Extremismo y otras hierbas
Las elecciones alemanes de este fin de semana vuelven a poner sobre la mesa los cordones sanitarios propios de las democracias europeas y el fin de la izquierda tradicional.
Tras la II Guerra Mundial, las democracias supervivientes y las restauradas tomaron por costumbre aislar a dos tipos de partido: los herederos del totalitarismo fascista o nazi y los emisarios del totalitarismo comunista. Aunque llegaran a ser los partidos más votados (con el 34% de los comunistas en Italia en 1976, o el 33% de Le Pen en Francia en la primera vuelta de las últimas legislativas, por ejemplo), los demás partidos preferían pactar entre sí que con ellos. Los gobiernos se formaban necesariamente por acuerdo entre los que aceptaban las reglas de la nueva democracia, y las políticas convergieron hacia un consenso basado en el Estado del Bienestar, la alianza atlántica y las relaciones multilaterales.
Con los años, los grandes partidos comunistas de Occidente fueron moderándose, primero hacia el “eurocomunismo” que abandonó el marxismo revolucionario, y luego hacia una izquierda democrática capaz de participar en democracia sin derribarla.
En cuanto a los partidos filofascistas, su evolución ha variado según los países. En Italia, tras varias iteraciones, el posfascismo ha sufrido la misma evolución que la izquierda y hoy encabeza un gobierno esencialmente razonable. En Francia, los excesos de Le Pen padre fueron arrinconados por su propia hija, que roza el apoyo mayoritario de los franceses. En Alemania, pese a la alergia cívica despertada por cualquier cosa que huela a supremacismo racial o identitario, la ultraderecha hoy agrupa poco menos del 20% del voto, esencialmente porque ha dejado de presentarse como un ataque al orden democrático. En Austria ya han formado parte del gobierno y siguen cerca. En Hungría gobiernan. Más al norte, sus tesis han sido progresivamente asumidas por los partidos de gobierno.
En España, seguramente por nuestra experiencia más reciente con una dictadura nacional-catolicista, la alergia cívica hacia el nacionalismo español y el conservadurismo sigue fuerte. No hay un partido de extrema derecha (por mucho que otros partidos disfruten etiquetando así a Vox, y por mucho que éste aloje a elementos extremos). Al menos, no lo hay a nivel nacional, ya que es fácil ver los paralelismos entre el extremismo nacionalista periférico y lo más xenófobo de Europa. Que, por cierto, incluye variedades de izquierda y extrema izquierda.
La última oleada de cambios políticos en Europa afecta a la mutación de la izquierda tradicional, centrada en el progreso de la clase trabajadora, fagocitada por el movimiento identitario que se ha dado en llamar “woke”. Los partidos de izquierda de media Europa se han disuelto como azucarillos en esta criatura de las políticas socialdemócratas: los mismos organismos y mecanismos usados durante décadas para normalizar los ideales de solidaridad, libertad y tolerancia se han convertido en altavoces de la disgregación, el privilegio y la corrección política. Y los partidos que defendían ese “Estado prescriptor” (la izquierda) se han vaciado de contenido y votantes, pasando a representar ese nuevo ideario. La única “identidad” no promovida por esos partidos es la nacional, quizá porque les dura la memoria de lo que pasa cuando se desata el nacionalismo radical, o quizá porque lo asocian con los rivales políticos. O quizá por falta de tiempo (hay muchas identidades que atender).
La reacción social ante los excesos de esta maquinaria (recordemos: financiada y apoyada por el Estado pero hoy guiada por valores que no son de consenso) está impulsando opciones nuevas y dando alas a los movimientos de derecha y de ultraderecha. Está alimentando populismos como el de Trump, que identifican con facilidad un problema y un enemigo, pero tienen serias dificultades para identificar e implantar una cura que no sea más dañina que la enfermedad. La ideología identitaria está siendo contestada, limitada y expulsada del organismo social. Pero el proceso no va a ser rápido ni indoloro (ni sin recaídas; todavía hoy hay quien defiende el marxismo, y seguramente siempre quede quien defienda el “pensamiento crítico de género”).
Volviendo a Europa y a esta semana. Alemania votó ayer, y probablemente pase un mes formando gobierno para mantener a la AfD fuera del poder. Mientras, en España, el Gobierno se apoya en partidos que imponen su identidad cultural sobre la mayoría de los territorios que gobiernan (estoy hablando de los nacionalismos regionales, sí), sobre un partido de post-izquierda que fomenta la ideología identitaria, y sobre el antiguo brazo armado de un grupo terrorista que, esta semana, todavía rechazaba que el terrorismo de ETA haya causado la emigración forzada de una parte significativa de la población de Navarra. Para ello, el partido de gobierno ha aceptado (y hoy defiende) políticas y leyes incompatibles con los valores de solidaridad y progreso, y métodos incompatibles con la democracia moderna.
En el pecado llevamos la penitencia: años sin presupuesto, con leyes mal hechas, degradación del Estado de Derecho, y un crecimiento económico basado en la inmigración y el gasto público. Todo por votar a un partido sin más argumentos que la promesa de mantener un cordón sanitario contra “la derecha”.