Derecho, democracia e independencia judicial
La democracia no puede ser entendida sin el derecho, y éste no puede ser aplicado más que a través del método jurídico.
I. Planteamiento
Actualmente, los sistemas políticos de los países europeos (y de una parte significativa de los estados en otros continentes) se caracterizan por la garantía de los derechos humanos, el pluralismo político, la existencia de elecciones libres y el respeto al Estado de Derecho. Cada uno de estos elementos es imprescindible para que pueda considerarse al país una democracia y, quizás, de todos ellos el más difícil de aprehender y asumir es el último mencionado: el respeto al Estado de Derecho. Es más, se asiste últimamente al intento de confrontar Estado de Derecho y principio democrático, como si el primero pudiera suponer algún tipo de límite al segundo cuando, en realidad, el segundo no podría existir sin el primero.
A continuación, intentaré desarrollar esta idea, poniéndola en conexión con un elemento esencial del Estado de Derecho, la independencia judicial. Como veremos, la independencia judicial es imprescindible para garantizar el respeto al Estado de Derecho y este respeto, a su vez, característica consustancial de los regímenes que pretendan ser considerados como democráticos. Reflejo de esto es que el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea incluye el Estado de Derecho entre los valores que identifican a la Unión Europea y que han de ser garantizados tanto por las instituciones de la Unión como por los Estados miembros. Es parte inescindible de la democracia tal y como se ha entendido en Europa Occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, de tal manera que, como se acaba de indicar, no tiene sentido hablar de democracia si no existe Estado de Derecho. Contraponer legitimidad democrática y respeto a la ley nos sitúa fuera de los valores que dan sentido a nuestro marco de convivencia, definido por la Constitución e inescindiblemente unido a la participación de España en la Unión Europea y en el Consejo de Europa. En el caso concreto de Europa, el respeto al Estado de Derecho no es solamente una exigencia democrática, sino que, precisamente por ello, es también una obligación para los estados que participan en el proceso de integración europea.
Desde la perspectiva de la Unión Europea y de sus instituciones, la necesidad de garantizar el respeto al Estado de Derecho en toda la Unión es una obligación esencial, puesto que la integración europea tiene un sentido ideológico y finalista; de tal forma que si la integración política no está al servicio de los principios que recoge el art. 2 del TUE perdería sentido. Lo que une e identifica a los países y ciudadanos de la Unión es el respeto a unos valores, ni la raza ni la religión ni la lengua y ni siquiera la historia. Lo que justifica la integración es la consecución de sociedades plenamente democráticas que comparten unos valores comunes; si se pierde esto último, la integración ya no estaría justificada.
Es por eso que el respeto al Estado de Derecho no es solamente esencial desde una perspectiva democrática, sino también uno de los elementos que dan razón a la integración europea.
En la actualidad es preciso insistir en esta idea, porque, con bastante frecuencia, se argumenta que quien controla el poder legislativo está legitimado para hacer aquello que estime conveniente, presentándose cualquier limitación a ese poder omnímodo como una traba a la democracia. En absoluto es así.
II. Derecho y democracia
La democracia precisa, por una parte, definir los límites y regular la forma en que se manifiesta esa voluntad mayoritaria. La solución de ambas cuestiones precisa la utilización del derecho. En lo que se refiere a los límites, se concretan, fundamentalmente, en el respeto a los derechos fundamentales y a las exigencias del Estado de Derecho; mientras que la necesidad de articular la voluntad de la mayoría precisa de herramientas jurídicas que permitan, tras el desarrollo de un proceso, identificar dicha voluntad. Nos ocuparemos a continuación de ambas cuestiones.
En lo que se refiere a los límites a la voluntad popular, es preciso tener en cuenta que existen derechos, principios y valores que no pueden ser vulnerados ni siquiera por la voluntad de la mayoría. Los derechos fundamentales se presentan como un límite a esa voluntad mayoritaria, de tal forma que por amplia que sea nunca resultará legítimo desposeer a una persona de tales derechos. Una ley que, por ejemplo, decretara la muerte o la cárcel sin juicio para una persona nunca podría ser considerada democrática fuera cual fuera la mayoría que la respaldara.
Por otra parte, la construcción de la voluntad mayoritaria ha de hacerse siguiendo unas reglas y mediante un proceso que estará regulado por el derecho. Establecer una determinada decisión colectiva es siempre una ficción, puesto que el colectivo, como tal, no se expresa de una manera natural. Será siempre necesario fijar reglas que determinen en qué forma las diferentes manifestaciones individuales acaban siendo consideradas como voluntad colectiva. Para ello es imprescindible definir el grupo que decide, en qué forma se fija esa voluntad y cómo se desarrolla el debate que conduce al resultado final. Todas estas cuestiones están reguladas por medio de normas de diferente naturaleza y tienen una importancia crucial. Pondré un par de ejemplos tan solo: si los vecinos de un determinado municipio deciden en asamblea mediante voto unánime que se prohíba la instalación de una fábrica en otro municipio, la decisión no será legítima, puesto que el grupo que ha decidido se ha pronunciado sobre un asunto para el que no tiene competencia. En lo que se refiere al procedimiento, pensemos en una votación en una asamblea parlamentaria en la que se ha privado del uso de la palabra a parte de sus miembros. La decisión que se adopte, de nuevo, no podrá ser considerada legítima, puesto que no se habrá ajustado al procedimiento fijado.
De acuerdo con lo que se ha visto hasta ahora, por tanto, la democracia es inescindible del derecho. Sin derecho la democracia no es posible, pues son reglas jurídicas las que definen los límites de lo que puede acordar la mayoría y fijan en qué forma esa mayoría ha de configurarse.
Ahora bien, a partir de aquí el problema es interpretar y aplicar esas reglas que delimitan la forma en que la mayoría decide y los límites de esta decisión. No es una tarea de resolución sencilla, puesto que estamos hablando de límites a lo que se ha presentado -equivocadamente- como paradigma de la democracia: el poder omnímodo de aquellos que han resultado elegidos en unas elecciones.
La resolución de esta dificultad debe partir de una asunción: las normas jurídicas pueden ser interpretadas y aplicadas a partir de criterios susceptibles de un debate racional. Las normas están elaboradas en lenguaje natural y se refieren al mundo en el que vivimos. Otra cosa es que existan supuestos que no están regulados de manera directa por las normas; que, ya que el lenguaje natural es ambiguo, existan dudas sobre la interpretación de ciertas reglas; y que, dado que existen diferentes normas con contenido diverso que se pueden proyectar sobre los mismos casos, deban existir mecanismos que resuelvan las contradicciones entre normas. Estas dificultades son inherentes a la aplicación del derecho y explican que existan debates abiertos sobre los temas más variados; pero tales dificultades no han de implicar la renuncia al derecho como instrumento; sino la constante depuración de sus métodos; así como la conciencia de que ante un mismo problema existan diferentes interpretaciones jurídicas, sobre las que podrá debatirse de acuerdo con el método jurídico; pero cabiendo la posibilidad de que la discrepancia sobre la más correcta se mantenga.
Este último es un punto importante; porque toca uno de los elementos más delicados para la legitimación del derecho: por una parte, se ha de ser consciente de que la interpretación y aplicación de las normas jurídicas, pese a que, como se ha dicho, estén formulada en lenguaje natural, precisa unos ciertos conocimientos técnicos y el manejo de la argumentación jurídica. Sin estos elementos, las normas -que, como se ha visto, son esenciales para el funcionamiento de la democracia- se vuelven inútiles. Es bastante evidente que lo anterior causa frustración en quienes desean participar plenamente en el debate público y, por carecer de estos mínimos conocimientos técnicos, fracasan en su pretensión de argumentar jurídicamente. Esta frustración puede, además, acabar convirtiéndose en rechazo a lo jurídico y en pretensión de sustituir el derecho por mero decisionismo. Tendremos que volver sobre ello.
Por otra parte, sin embargo, ha de tenerse en cuenta que el debate jurídico puede conducir a una discrepancia que se mantenga, sin que sea posible, a través del método jurídico, hallar una solución única y evidente. Esto explica que existan personas y órganos que tienen la función de poner punto final a los debates jurídicos que se abran. Sabedores de que los debates no pueden prolongarse eternamente, se establece quiénes han de dar la respuesta final a los mismos. Obviamente, estos órganos son los tribunales de justicia.
Los tribunales de justicia resuelven y, además, por medio del mecanismo de recursos depuran sus resoluciones de manera que puedan acabar cristalizando criterios que orienten la interpretación y aplicación de las normas; pero es importante destacar que nada garantiza que la respuesta que de un juez o un tribunal sea mejor que la que pueda dar un abogado o un simple particular con conocimientos jurídicos. El debate sobre el contenido y calidad de las decisiones judiciales puede ser abordado jurídicamente por el conjunto de la sociedad; pero eso no cambiará que sus decisiones hayan de ser respetadas porque este es el criterio que nos hemos dado para resolver los conflictos sociales. Como se dice en ocasiones, el Tribunal Supremo (o el Tribunal Constitucional) no tienen la última palabra porque tengan razón, sino que tienen razón porque tienen la última palabra; esto es, su posición en el sistema jurídico obliga a que sus decisiones sean respetadas; con independencia de que sus argumentos sean de mejor o peor calidad.
De acuerdo con lo que se ha visto hasta ahora, el derecho es un elemento esencial para la democracia. Lo jurídico, sin embargo, no se limita a las normas, sino que incluye la específica manera de razonar que conocemos como método jurídico. El método jurídico, pese a basarse en el lenguaje natural, es técnico y requiere ciertos conocimientos para su utilización. Por otra parte, no resuelve de manera cerrada los conflictos, sino que se limita -en la mayoría de los casos- a reducir el número de soluciones jurídicamente posibles. Esto hace que, para evitar la prolongación de los conflictos, sean los tribunales quienes resuelvan estos; pero sin que lo anterior implique que, forzosamente, las soluciones que den los tribunales sean las más correctas; aun pudiendo no serlas deberán ser respetadas porque de otra forma ningún conflicto social tendría solución.
El método jurídico es, por tanto, la clave para que funcione el derecho como elemento nuclear del sistema democrático. Cuando en un debate cualquiera se plantea cuáles son los límites y exigencias del derecho, estos límites y exigencias deberán ser determinados a partir de las normas y mediante la utilización del método jurídico. Este razonamiento jurídico es, además, común para los abogados que plantean las pretensiones de las partes, los jueces que deciden en primera instancia, los tribunales que resuelven los recursos que se planteen y quienes comenten o critiquen académicamente las resoluciones de unos y otros. El método jurídico es el lenguaje común que permite que funcione el derecho y que, por tanto, hace posible la democracia.
Dado que la legitimidad de las decisiones judiciales descansa en el derecho y en la utilización del método jurídico, cualquier decisión judicial que no responda al método jurídico y prescinda de una argumentación compartida con el resto de los profesionales del derecho será puro decisionismo o, en otros términos, arbitraria, careciendo, por ello, de legitimidad.
III. Derecho e independencia judicial
De acuerdo con lo que se ha expuesto, la democracia no puede ser entendida sin el derecho, y éste no puede ser aplicado más que a través del método jurídico, una específica forma de razonar que es común a los profesionales del derecho y que surge de un consenso que no está plasmado más que parcialmente en normas jurídicas.
Sería lógico que aquí se percibiera un cierto vértigo: la democracia, el gobierno de todos, necesita de un instrumento que, por su carácter técnico, no está al alcance de todos. La tentación de prescindir de él por elitista es fuerte; pero tendría las mismas consecuencias que prescindir del concurso de los ingenieros para hacer presas. Ciertamente, los juristas tienen la obligación de explicar lo que hacen de la manera más accesible posible; pero, a la vez, quienes quieran debatir sobre cuestiones jurídicas, aunque no sean juristas, han de hacer el esfuerzo de intentar asimilar los elementos esenciales del lenguaje y del método jurídico. No es imposible. Un médico puede acabar explicando a un paciente o a sus familiares el alcance de una enfermedad y los métodos existentes para combatirla de una manera bastante precisa, y el enfermo o sus familiares serán capaces de entenderlo a un nivel bastante profundo. Lo que diferencia al profesional de quien no lo es no es que no puedan entender un determinado problema concreto, sino que para el profesional esa situación particular no es más que una pequeña parte de su conocimiento y es capaz de ponerla en relación con otros problemas, entendiendo las relaciones que existen entre unas y otras. De igual forma, el profano que desee entender una determinada decisión judicial, por ejemplo, podrá hacerlo, sin duda; pero para ello tendrá que hacer un esfuerzo mayor que el que precisa un jurista y, además, deberá confiar en el conocimiento que estos le transmiten. Si el profano intenta cuestionar los elementos esenciales del método jurídico se encontraría en la misma situación que el paciente que pretende entender la enfermedad que le aqueja, pero, mientras escucha al doctor no deja de cuestionar lo que dice pretendiendo que el galeno está equivocado.
Quien haya llegado hasta aquí habrá adivinado que lo que se ha explicado en el último párrafo se relaciona con la crítica popular hacia determinadas decisiones judiciales, decisiones que, con demasiada frecuencia, son cuestionadas sin ni siquiera haber sido leídas. Cuando estas críticas proceden de quienes ejercen el poder público suponen, además, un ataque directo a la independencia judicial. Lo examinaremos a continuación.
Independencia judicial implica, en primer lugar -y esto es lo esencial- que los jueces, cuando ejercen su función, están vinculados únicamente a la ley y al derecho; esto es, los jueces han de ajustarse a las exigencias del método jurídico, precisamente para evitar que sus resoluciones caigan en el “decisionismo”; esto es, que se trate de órdenes que no se basan en ningún razonamiento reconocible por la comunidad jurídica. De hacer eso el derecho perdería sentido, pues lo que le dota de legitimidad es la posibilidad de debatir sobre él a partir de argumentos racionales. De convertirse los tribunales en un poder político más carecerían de justificación; pues ya no serían capaces de introducir en la dinámica política el elemento de racionalidad que ha de caracterizar a lo jurídico.
De acuerdo con lo anterior, por tanto, el ataque más grave contra la independencia judicial procederá de aquellos jueces o tribunales que, renunciando al método jurídico, dicten resoluciones que no se ajusten a éste. Se trataría de decisiones prevaricadoras; pero aparte de las consecuencias penales, supondrían una quiebra esencial en un elemento clave para la democracia; puesto que, como hemos visto; sin derecho no hay democracia.
Es cierto que el sistema de recursos limita las posibilidades de que una decisión arbitraria (una decisión que no se ajuste al método jurídico no puede ser calificada más que como arbitraria) acabe surtiendo efectos; pero cuando la quiebra se produce en los niveles más altos de la organización judicial (Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional), tan solo el recurso al Tribunal de Luxemburgo o al Tribunal de Estrasburgo podrían poner algún remedio. Por supuesto, si la quiebra se produce en estos últimos no hay remedio posible.
Ahora bien, la independencia judicial no se limita a evitar decisiones prevaricadoras; sino que va más allá. La diferencia entre el razonamiento jurídico y el político se cifra en que el primero debería poder ser compartido por cualquiera, con independencia de cuál sea su orientación ideológica. En principio, conservadores, liberales, socialistas o cualquiera que defienda cualquier otro planteamiento ideológico, deberían poder llegar a las mismas soluciones cuando se limitan a aplicar la ley y el derecho. Obviamente, los jueces tienen ideología; pero deberían ser capaces de decidir jurídicamente al margen de ella.
Mantener la ideología alejada de la toma de las decisiones jurídicas es una tarea, ante todo, individual de cada juez, pero que ha de ser favorecida por la estructura judicial; esto es, por el régimen de la profesión; de tal manera que se limiten las posibilidades de injerencia en la labor del juez. Aquí, diversos aspectos han de ser considerados.
En primer lugar, el régimen de acceso a la profesión. Un sistema basado en la superación de pruebas objetivas debería primar sobre criterios en los que el margen de apreciación de quien ha de decidir sobre el acceso a la condición de juez es mayor. Por supuesto, si quien ha de decidir es el poder legislativo o el ejecutivo, el cuidado debería ser mayor. Es cierto que en determinados casos (Tribunal Constitucional, por ejemplo), resulta casi inevitable que la designación se atribuya, al menos en parte, al poder legislativo o al ejecutivo; pero en estos casos, estos poderes deberían asumir con responsabilidad la tarea, evitando la designación de personas con una marcada vinculación partidista o política. Si en el Tribunal Constitucional, por ejemplo, no están los juristas más citados de cada disciplina, los magistrados que han alcanzado los puestos más altos en su escalafón o los profesionales que todos sus compañeros reconocen con respeto, quien los designa debería justificar exhaustivamente su nominación.
En segundo término, el régimen de separación de la carrera judicial. Si la entrada ha de basarse en criterios objetivos, la permanencia y fin en la condición de juez ha de seguir la misma aproximación. El juez debe gozar de permanencia y han de establecerse garantías para que no sea separado de la carrera judicial o del conocimiento de algún caso por razones arbitrarias. Obviamente, quien controla el régimen de permanencia de los jueces; así como las vías en que puede perder esa condición puede tener un ascendiente relevante sobre los jueces, lo que le otorgaría una cierta capacidad para influir en sus decisiones. La objetividad también debería primar en este aspecto.
En tercer lugar, la remuneración, el régimen de sanciones y la promoción en la carrera judicial. Quien tenga el control sobre estos aspectos de la profesión judicial, podrá desplegar influencia en los jueces, resintiéndose la independencia judicial o, al menos, la apariencia de dicha independencia. Es por esto que estas cuestiones han de ser decididas por un órgano que goce de independencia respecto al resto de poderes públicos. En el caso de España, se trata del Consejo General del Poder Judicial; un órgano que, sin embargo, aún no cumple con los estándares europeos en tanto en cuanto todos sus miembros son designados por el poder legislativo y no, al menos en parte, por los propios jueces, a fin de garantizar su independencia.
Finalmente, las críticas a la actuación judicial. Obviamente, el debate sobre todos los aspectos relevantes de la sociedad es un elemento consustancial a las democracias deliberativas; es por eso que las decisiones judiciales pueden -y deben- ser objeto de comentario y, si es preciso, de crítica. Los jueces han de asumirlo y, creo, de hecho, mayoritariamente lo asumen de buen grado. Ahora bien, hay límites a esa crítica, el más evidente de los cuales es que tanto el poder legislativo como el ejecutivo han de abstenerse de ejercerla; pues en ese caso podría interpretarse como injerencia de uno de los poderes del estado en las actuaciones de otro de dichos poderes. Además, si la crítica se realiza por quien ejerce el poder público, la capacidad de intimidación hacia los tribunales es mayor. Es por eso que a nivel europeo se ha asumido de manera natural que los poderes públicos han de abstenerse de cuestionar las decisiones judiciales, estando obligados a cumplirlas y sin que quepa, respecto a aquellas que les disgustan, más reacción que, en su caso, anunciar que se utilizarán frente a estas las vías de recurso de las que se disponga.
IV. Conclusión
El objeto de esta contribución es mostrar que sin derecho no hay democracia y que el derecho se configura como un espacio de racionalidad articulado por el método jurídico y que debe ser punto de encuentro de las diferentes ideologías. El correcto funcionamiento del derecho exige que los operadores jurídicos y, especialmente, los jueces, operen respetando las exigencias de ese método jurídico que va más allá del texto de las leyes. Si se olvida esto se cae en el decisionismo, lo que supone la pérdida de legitimidad del poder judicial y la quiebra de uno de los elementos esenciales del sistema político que, en la actualidad, mantiene la paz social.
La clave en el funcionamiento del derecho es ese respeto al método jurídico, lo que implica que los jueces deciden de manera independiente, vinculados únicamente a la ley y al derecho; esta dimensión de la independencia judicial no es posible sin determinadas medidas que afectan al acceso y permanencia en la carrera judicial, el régimen de remuneración, sanciones y promoción. Si no se consigue que estas decisiones sean adoptadas al margen de posicionamientos ideológicos o partidistas, la independencia judicial se resentirá y con ella el respeto al Estado de Derecho y la democracia.