46 años con la Constitución
Un buen momento para recordar el valor de los pactos civilizatorios, y porqué siguen siendo necesarios frente al cortoplacismo de tantos.
Extracto de “En defensa de la Transición”, Almuzara, 2024.
Ciertamente, esta Constitución debe ponerse al día, que no es lo mismo que ser liquidada o sustituida por otra. Las constituciones son normas con voluntad de permanencia, que no deben, al mismo tiempo, petrificar lo que convendría ser cambiado. Ella misma prevé que pueda ser reformada, con distintos procedimientos según la parte que se desee reformar. Pero siempre mediante amplias mayorías, buscando, con ello, la centralidad que presidió su adopción. Esa centralidad que le permitió también incorporarse a las organizaciones internacionales y europeas. Esa centralidad que es negada por la deslealtad constitucional de quienes quieren imponer, sin tener de su lado ni la legalidad ni la legitimidad, la ruptura del sistema democrático del que nos dotamos y al que la gran mayoría no quiere renunciar.
No se dan cuenta, estos partidos, del gran valor que la Constitución supuso para poner en marcha la democracia a partir del consenso. No se dan cuenta de que la miopía política y el cortoplacismo, dividen a la sociedad y permiten que la igualdad de derechos, el respeto a la libertad, la eficacia de los servicios y, en suma, la garantía de la dignidad de todas las personas, quede puesta en entredicho desde opciones políticas que, sin tener mayoría social, como sucede en Cataluña, configuran una mayoría política gracias a un modelo electoral periclitado, que prima desproporcionadamente unos territorios sobre otros. No se niega que se pueda otorgar una cierta ventaja a las zonas menos pobladas que evite discriminaciones, pero sí que tal ventaja pueda llegar a originarlas precisamente por no respetar la proporcionalidad, rebajando la calidad del voto, tal como sentenció el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en casos semejantes.
No se entiende, tampoco, cómo y por qué esas fuerzas políticas que también tienen su representación en el Parlamento Europeo, consiguen ahí, al menos hasta hace muy poco, acuerdos estables entre ellas y sus homólogas del resto de los Estados miembros de la UE y, en cambio, se niegan rotundamente a ello en el Congreso de los Diputados y el resto de instituciones españolas. Digo hasta hace muy poco puesto que, en la actualidad, incluso este ámbito responde a postulados populistas y nacionalistas, poco acordes con el espíritu europeo. La UE considera a nacionalismos y populismos como la mayor amenaza a la que tiene que enfrentarse esta Europa democrática que estamos construyendo desde que, en 1949, en el Congreso de La Haya se decidió que el frontispicio europeo estaría constituido por el Estado de derecho, la democracia y los derechos humanos.
Por ello no se entiende, tampoco, lo que se pretende desde los populismos que están recorriendo el mundo, dejando atrás los pactos civilizatorios, para imponer artificiosos modelos sociales mediante políticas periclitadas, sustituyendo la razón por la emoción y dividiendo a las sociedades de forma casi irreconciliable, además de destruyendo la economía e introduciendo la mayor arbitrariedad jurídica alrededor de eso que denominan «pluralismo jurídico», que no es más que la consolidación de la desigualdad y la injusticia. En nombre de ese «pluralismo jurídico», que quieren fundamentar en costumbres ancestrales autóctonas, he visto, al otro lado del Atlántico, cómo consejos de ancianos condenan a muerte, y vecinos armados ejecutan las sentencias; he visto también cómo se repudia a quienes no siguen lo que consideran sagrado, formando familias mixtas no tribales, que tienen que huir para sobrevivir…. Y algunos proclaman que hay que reformar la Constitución para introducir la plurinacionalidad y el pluralismo jurídico.
Imagen de Jason Steele vía Unsplash.